lunes, 16 de junio de 2014

El anarquismo en tiempos posmodernos


Esta nueva entrada la podéis leer en el siguiente enlace:
http://www.revistahincapie.com/?p=5574

Se trata de una colaboración con la revista Hincapié, que esperemos sea la primera de muchas otras.
Testigo Incómodo seguirá teniendo su contenido regularmente, aunque la periodicidad quizá se vea afectada por este nuevo compromiso que me ha parecido importante asumir.

viernes, 30 de mayo de 2014

Partidos y contrapartidas


VOTACIÓN, s. Trampa sencilla mediante la cual una mayoría demuestra ante una minoría que resistir es una locura. Muchas personas dignas con aparatos intelectuales imperfectos creen que las mayorías gobiernan en nombre de un derecho inherente.

Ambrose Bierce, El diccionario del diablo.

Estamos asistiendo, según nos dicen, a un cambio histórico: la desaparición del bipartidismo. Flota en el ambiente cierto aire de triunfo, se percibe un giro en las pasiones colectivas que, tras los resultados de las elecciones al parlamento europeo, esperan del acontecimiento electoral una suerte de redención, que es a la vez una escatología y una nueva fundación.
El objetivo de cualquier partido político es la capitalización de las pasiones colectivas en beneficio propio. Para ello deben primero traducirlas y encauzarlas, haciéndolas pasar por la expresión de unos intereses particulares que el partido, sin explicar bien cómo, estaría en condiciones de defender como Interés General. Pero como la expresión de las pasiones colectivas es muy compleja y contradictoria, y rara vez se hace explícita sin grandes problemas, la suerte electoral de cualquier partido se jugará, siempre, en el terreno de la propaganda.
Una buena propaganda convierte un cúmulo de vagas aspiraciones, sentimientos de desencanto, de unidad nacional, de soberanía, de independencia, de igualdad, de justicia, de indignación o cualesquiera, en consignas simples, generalistas, que pueden movilizar las pasiones con un único fin: ganar poder. Para que sea efectiva, la propaganda debe reducir el proceso de discusión y elaboración del juicio a la mínima expresión. Demasiados matices la vuelven inoperante. La mejor propaganda elimina este proceso por completo, instala una palabra, una imagen o un icono en el imaginario colectivo y lleva al paroxismo la lógica de la representatividad: anula el proceso del pensamiento por la delegación en otros de esa tarea. El partido pone en marcha su maquinaria, grande o pequeña, tradicional o digitalizada, para la traducción de las pasiones en propaganda, y las consignas sustituyen el debate, el conflicto, y la formación de una opinión crítica, por la tarea mucho más simple del elector. Al actuar de este modo, el partido inevitablemente desplaza la búsqueda de cualquier principio de verdad o bien común por la consecución de una victoria que presentar ante sus electores como muestra de la infalibilidad de sus razones.
Que en lugar de dos grandes partidos existan cuatro o diez sólo quiere decir que se multiplicarán por cuatro o por diez la propaganda y los argumentos en favor de la supresión de la participación consciente en la vida pública. Se multiplicarán por cuatro o por diez las razones que aconsejan la participación electoral y las evidencias de la derrota anticipada del juicio en el ritual del voto. Es decir, que la maquinaria partidista se habrá perfeccionado e incluso habrá podido reequilibrar algunas fuerzas internas que provocaban tensiones, pero el principio de la delegación saldrá, en consecuencia, reforzado. De igual modo, la multiplicación de canales de televisión, la llamada televisión a la carta o los canales de Internet, no refuerzan en ningún caso más que la condición del consumidor pasivo de imágenes prefabricadas por otros.
Dado que elabora propaganda en base a pasiones vagamente definidas, convierte en consignas el diálogo sobre el bien común y, a veces, las reúne en un compendio o «programa», el partido político ejerce una presión insoportable a favor de la suspensión del juicio propio sobre cualquier particular, y favorece la asunción en bloque de algo parecido a una doctrina. Simone Weil decía a principios del siglo XX que si uno fuese a un partido para hacerse miembro y dijese: «sobre este punto y tal otro estoy de acuerdo con el partido, pero me reservo el derecho a diferir en el resto que aún no conozco y en futuras ocasiones en que el partido se pronuncie sobre algún aspecto de la realidad», si dijese algo parecido, seguramente le invitarían a que volviese en otro momento.
El hombre o la mujer de partido, por definición, no piensan. Como mucho defienden su posición (la del partido) sobre este o aquel particular, pero esa defensa entra en el dominio de la táctica y la militancia, y no del pensamiento. En nuestros días, ni siquiera la adhesión a los principios o al programa de cualquier partido político tiene mucha relevancia. El concurso de la televisión y de otros medios de comunicación de masas permiten que la identificación sea más laxa, más inmediata. Se puede incluso generar la ilusión participativa, facilitando procedimientos para la elaboración colectiva de algunas consignas por los nuevos medios informáticos. La presión que ejercen los partidos en ese sentido es más sutil, más «abierta», pero se orienta en la misma dirección. Quien pretende construir un juicio crítico con el que enfrentarse a la realidad no tiene lugar en ningún partido. Él mismo se ha escindido para poder realizar ese juicio, de algún modo ya está «partido», por lo que no necesita del amparo de la mayoría para enunciar sus opiniones.
Con la supuesta ruptura del bipartidismo y las renovadas ilusiones respecto a la política de partidos, la presión se orientará hacia quienes, por tratar de sostener un juicio independiente y no aceptar la mediación ni la delegación, pretendan sustraerse de la lógica electoral. No hay nada más contrario a la inteligencia humana que el elector satisfecho. Nada más parecido a un autómata que el consumidor que «sabe lo que quiere». Un votante de nuestro tiempo es un consumidor de política: exactamente lo contrario de un sujeto emancipado.
Cualquier partido político que incluya en su programa la lucha por la libertad, requerirá que se acepte de una vez y para siempre su concepto de «libertad», con tal de poder representarlo para la mayoría; y para ello requerirá que su elector suspenda su voluntad, convirtiendo al fin la libertad en un concepto vacío, una meta a alcanzar mediante la supresión, precisamente, de las condiciones que harían posible su ejercicio. Esta es la principal aporía que presenta la existencia de cualquier partido político, y por estar atrapados en ella desde hace tiempo algunos piensan que el ser humano ha coexistido con esta realidad desde siempre. Lo que es una soberana tontería. Y, aunque fuese cierto, como decía Simone Weil, que existan no quiere decir que no debamos suprimirlos.
Pero esta supresión no sería sencilla. El fin último de todo partido es su propia existencia, su aumento en cuotas de poder, el crecimiento en número de electores, su conversión en masa. Es la masa la que habla por boca de los partidos. Aunque en principio (y a veces por principios) se presente como un medio o una herramienta, está destinado a convertirse en un fin. Como la masa habla por boca del partido y el partido tiende a convertirse en masa para existir, el partido, por definición, no piensa. Y, en la medida en que no piensa en absoluto, siempre necesita más poder, más afiliados, más donantes, más votos. Si quiere convencer debe primero vencer al pensamiento y sólo en el terreno de esa derrota ―ya de por sí muy fértil― puede el partido político echar raíces y prosperar. Con independencia del bien común, el partido existe como un hecho que se vale a sí mismo, su justificación es al mismo tiempo una evidencia y un dogma, por lo que no admite discusión: «nacimos para vencer, y como vencimos, es evidente que debíamos nacer». No puede existir por ello ningún partido que fomente la democracia, porque la democracia es un medio para conseguir el bien común y como medio entra en contradicción con el fin único del partido que es su propia existencia. Ningún partido político puede ser, por tanto, instrumento de libertad, porque el partido es la ausencia de libertad convertida en aparato de propaganda.
La actual ilusión de una renovación democrática y una reconstrucción de la vida pública a través de los partidos políticos, rompe con el bipartidismo a costa de reforzar la lógica de la representatividad, que es contraria al ejercicio de la libertad. Solamente incluye nuevos ingredientes a la papilla de consignas que se nos sirve fría cada día. Viene a decirnos que es posible la «buena representación», y nos apremia a creer que podemos salir de la vida administrada eligiendo nuevos administradores. Todo partido político se sustenta en esa mentira de base.
Quienes tratan de organizar y encauzar el descontento deberán mantener y aun reforzar las causas últimas de ese descontento para seguir teniendo qué organizar y encauzar. La jugada se ve venir de lejos, pero siempre falla la memoria ante la ilusión, siempre las pasiones, cuando creen encontrar su cauce, aspiran a representar toda la realidad. Y así el momento de la ruptura definitiva con aquello que nos oprime queda aplazado, una vez más.

domingo, 27 de abril de 2014

Enseñanzas de la Peste Negra en Europa.



La Peste Bubónica, también conocida como Peste Negra, que asoló Europa a mediados del siglo XIV, se cobró más de 25 millones de muertes en pocos años, y según algunos historiadores supuso la desaparición de no menos de un tercio de la población de todo el continente. Para frustración de cualquier explicación malthusiana, este brutal descenso de la población respecto a los recursos alimenticios disponibles en la época no supuso un «freno natural» a la situación de carencia y a las repetidas hambrunas que se sucedieron en Europa durante los siglos precedentes. Al contrario, tras la depresión poblacional causada por la Peste, el precio del grano ―parte fundamental de la alimentación entonces― se multiplicó, y las condiciones de vida materiales de aquellos que sobrevivieron a la Peste se hundió aún más en la miseria. Unos pocos, sin embargo, pudieron acaparar las tierras abandonadas y los cultivos, y especular con los precios, dando inicio a aquello que algunos historiadores marxistas llamaron «acumulación primitiva», y que pondría las bases para el capitalismo comercial de los siglos XV y XVI.
La Peste cayó sobre unas sociedades con una forma de organización determinada, donde la pequeña explotación agrícola y la roturación de bosque europeo para el cultivo extensivo de cereal eran las bases de una economía muy sensible a las variaciones del precio del grano y a la disponibilidad de mano de obra campesina. Con la extrema crisis demográfica provocada por la pandemia, la lógica del cultivo extensivo se hizo cada vez más difícil de sostener. Hubo un proceso de concentración de campos y parcelas abandonadas (algunas poblaciones llegaron a perder más del 60 por cien de sus habitantes), y ante la escasez de mano de obra y el aumento de los salarios, muchos orientaron su producción hacia la ganadería. La ganadería requería menos trabajo humano, y el precio de la lana en la naciente industria urbana del paño ofrecía mayores expectativas de rentas para los propietarios de grandes extensiones de tierra. Las pequeñas explotaciones agrícolas que lograron mantenerse sustituyeron también el cultivo de cereal por el de plantas oleaginosas, vid y plantas tintoreras, cuyo destino final era, de igual modo, el mercado urbano. Por eso el cereal escaseaba y su precio aumentaba.
Así, la economía feudal se vio enfrentada después de la Peste a la concentración de tierras en menos propietarios, a la escasez de manos para las tareas agrícolas que requería el cultivo de cereal, y a la sustitución de cultivos orientados a la producción de materias primas para el mercado urbano. Esto supuso, según algunos historiadores de este periodo, un empobrecimiento continuo de la población rural y una polarización social cada vez mayor, propiciando por un lado la acumulación de riquezas en menos manos, y por otro la extrema dependencia de una masa empobrecida, sin tierra y sin trabajo que, literalmente, se moría de hambre.
Si la historia de la Peste Negra en Europa nos puede enseñar algo es que las crisis recaen en las sociedades humanas sin que ello suponga, a priori, ninguna oportunidad de aligerar las condiciones de opresión para los que ya vivían en el umbral de la supervivencia. Muy a menudo, lo que sucede es que esas condiciones se refuerzan, y las masas extenuadas se ven sometidas a un mayor grado dependencia y a nuevos procesos de desposesión. Las transformaciones sociales que se derivan de crisis tan profundas suelen ser imperceptibles para aquellos que las protagonizan y se van acumulando, de manera larvada, hasta que los acontecimientos se precipitan de nuevo y, entonces, podemos ver algo del proceso que ha tenido lugar, vale decir: tomar conciencia del mismo. Pero, si lo hacemos, es bajo un efecto «retrovisor», cuando ya hemos dejado atrás los acontecimientos y la acción sobre las causas del desastre se muestra ya impotente. Por ello, no dejamos de predecir el pasado cuando nos acercamos a los hechos históricos. Y, sin embargo, sentimos cierta familiaridad con aquello que encontramos, porque no dejamos de poner parte de nuestro presente en la interpretación del pasado. Las causas de la opresión y la libertad son siempre causas humanas. Pero las modificaciones en la condición humana se miden, como poco, en milenios; mientras que nuestra cultura material, nuestra forma de obtener el sustento más inmediato para la vida y las formas de organización social que adoptamos para ello, se ven modificadas de manera radical cada pocos años desde que se inició el proceso de industrialización, y son ya irreconocibles respecto a cien años atrás.
Lejos de desalentarnos para actuar sobre las opresiones presentes, adoptar esta perspectiva de tan larga duración supone situarnos en el único sitio en el que nuestra existencia cobra sentido: en este momento, en este lugar. Si logramos mirar al pasado para entender nuestro presente y, así, desterrar de una vez por todas la idea de un Futuro al que nos conducirá cierto Progreso, habremos ganado un mundo. No el mundo de ayer, sino el único en el que podemos existir hoy. Defender ese mundo de quienes pretenden asegurar su próximos rendimientos aún al coste de destruirlo por completo es la única tarea imprescindible. Si existe algo parecido al progreso humano se refiere únicamente a la consolidación de esa conciencia que niega el futuro y a todos aquellos que pretenden asegurárnoslo por nuestro propio bien.
Defender el desarrollo económico, la creación de empleo, la sanidad y la escuela públicas, las pensiones y los subsidios, es situarse del lado de la vida administrada. Como en los tiempos de la Peste Negra, una crisis refuerza las condiciones de opresión que la precedían, y la idea de un progreso inevitable nos aplasta bajo las ruedas de su avance tecnológico. En un mundo teocéntrico la única salvación era el camino hacia Dios. En nuestro mundo tecnocéntrico parece que la única salvación es recorrer el camino para integrarnos en la Máquina.
Hay que desertar. No hay Progreso, ni Futuro: los herejes de toda fe seguimos aferrados a nuestra libertad presente, en contra de quienes pretenden entregárnosla pasado mañana, envuelta y lista para consumir, como si fuese un bálsamo para la Peste Negra que nunca hemos dejado de sufrir.

miércoles, 9 de abril de 2014

Manzanas y cocaína.

¿Que sólo hablé forzado, porque debía ser por la causa y por vosotros, de esas cosas terribles, y suscité en vuestra conciencia lo que yo no necesito en mí hacer consciente ya, porque todo eso ultrajante del ambiente hace mucho que se ha convertido en un trozo de mi razón, de mi vida, de mi conservación corporal y hasta de mis gestos?

Gustav Landauer



I

Sucede a menudo que un libro nos lleva a otro y de ese a otro y a otro más, y acabamos enredados en una maraña de referencias cruzadas, hasta el punto de tener la sensación de estar recomponiendo un mapa encriptado, de desentrañar poco a poco el código de un conocimiento secreto que estaba ahí, oculto, preparado para el momento en que nosotros posásemos la vista en él y lográsemos realizar las conexiones necesarias. Por supuesto, se trata de un malentendido. Encontramos en esas lecturas lo que de algún modo ya andábamos buscando.
El secreto de la existencia, si es que hay alguno, es que sucede a diario, delante de nuestras narices, mientras nos entretenemos buscando los orígenes y las causas últimas de nuestras alegrías y miserias. El punto de partida no está nunca detrás de nosotros, sino que cambia con cada desplazamiento que realizamos para encontrarlo. De modo que cuando creemos encontrar un punto fijo desde donde explicar el secreto funcionamiento del mundo, acabamos por perder la perspectiva, y todo lo que aparece ante nuestra mirada no hace sino confirmar lo que hemos decidido concluir con antelación.
Esa es la impresión que me queda tras la lectura de CeroCeroCero, el libro de Roberto Saviano sobre el poder de la mafias y el tráfico internacional de cocaína. El subtítulo lo expone claramente: Cómo la cocaína gobierna el mundo. Partimos de esa premisa, y a partir de ahí todo va encajando: las brutales ejecuciones de los Zetas colgadas en Internet, la ascendencia de los cárteles mexicanos tras el declive de los cárteles de Cali y Medellín, las matanzas con un balance de más de setentamil muertos, extorsiones, amenazas, cuerpos disueltos en bidones con sosa cáustica, descuartizamientos con motosierras, ejecuciones sumarias y torturas; connivencia de policías, del Estado, magistrados y financieros, militares y guerrillas, multinacionales y grandes bancos, todos implicados en el gran negocio de la coca; submarinos del arsenal soviético vendidos a los capos colombianos para trasladar la mercancía hasta California, rutas transatlánticas en contenedores con toneladas de fruta o marisco que llegan a los puertos de Vigo, Rotterdam, Giogia Tauro, Hamburgo o Barcelona; coca viajando en prótesis mamarias de modelos internacionales, en el estómago de miles de mulas anónimas; los calabreses y el cártel de Sinaloa, las mafias rusas y los nigerianos. Todo se despliega con la mayor naturalidad y una gran cantidad de información que Saviano dosifica con gan habilidad narrativa. Va tejiendo las historias, recomponiendo el puzzle que se presenta ante su mirada. Es bueno, y sabe de lo que habla, de eso no hay duda.
Pero hay algo, un ruido de fondo, que acaba por ser molesto. Un poso de amargura y resignación nos acompaña en este viaje a través de las rutas internacionales de la cocaína, de sus sicarios y sus hábiles gestores financieros. Saviano es consciente de lo que supone situarse en el mundo de ese modo: «Decretar la inexistencia absoluta de cualquier bálsamo para la vida». Cree haber encontrado la «verdad última» del ser humano; el adiestramiento en la crueldad puede hacerse en ocho semanas, el mundo tiene un lado oculto que se muestra a veces con la mayor naturalidad en las páginas de sucesos de algunos periódicos locales. «Estar dentro» de eseas historias, como el autor dice, permitir que la mirada se «contamine» y lo juzgue todo a partir de esas atrocidades es lo que le permite saber «lo que otros no saben». Es un lugar complicado, y no dudo del altísimo precio que el escritor napolitano paga cada día por ello. Lo que me inquieta es «para qué» paga ese precio. Para qué, como él afirma, se ha convertido en un «monstruo». No me refiero a ninguna oscura intención, sino para qué tipo de verdad última este hombre decidió que la mejor forma de actuar era ir a un choque frontal con la violencia organizada que opera fuera del marco del Estado. Un valor incuestionable de este libro son aquellas partes donde Saviano se interroga abiertamente sobre ello, aunque por toda respuesta encuentre la desesperación y una «huida hacia adelante». Macabra ironía: la violencia organizada del Estado ahora lo escolta las veinticuatro horas del día para protegerlo de la otra violencia organizada.
Y aquí se encuentra, a mi juicio, al problema central del relato que Saviano construye: que acaba pintando el cuadro de un mundo en el que dos formas de violencia campan a sus anchas como en un gran tablero de ajedrez sin que nadie sea capaz de escuchar, según su queja, el ruido ensordecedor de ese río subterráneo de cocaína, crímenes y dinero que, como la sangre, es bombeado por el corazón del «narcocapitalismo». Pero, si tan desapercibido pasa para todo el mundo, ¿por qué él sí lo escucha? El caso es que sus fuentes de información son de lo más «audibles»: informes policiales de grandes operaciones contra el narcotráfico, procedimientos de las fiscalías y los Departamentos de Distrito Anti-mafia, investigaciones de organismos gubernamentales, de la DEA estadounidense, de la Guardia Civil o los Carabinieri, declaraciones de «arrepentidos» que colaboraron con la justicia, informes de la ONU o de la Unión Europea sobre el comercio internacional de cocaína y el blanqueo de dinero. Pero, entonces, ¿no se trataba de un resorte secreto que movía el mundo? Parece que, finalmente, no lo era tanto. Mucha gente lo sabe, pero no importa demasiado.
Lo que Saviano hace en su libro es recopilar toda esa información, darle forma, relatarla en algunos momentos con maestría, para decir que el crimen rige nuestro mundo. Pero eso, según se diga, no se diferencia mucho de lo que puede afirmar cualquier celoso guardían de la Ley. De todos modos, el escritor italiano es demasiado inteligente como para no ver las semejanzas entre la forma de organización de un cártel sobre un territorio que considera estratégico, y una multinacional del gas o del petróleo o del agua. Llega a apuntarlo en varias ocasiones, constata que entre unos y otros a menudo hay más que semejanzas, pero vuelve enseguida al lodazal del crimen organizado porque es ahí donde se nutre de las historias en las que puede «comprender hasta el fondo» la debilidad del ser humano, lo inestable de cualquier lazo de solidaridad, lo corruptible y carente de moral de la mayoría que busca el éxito rápido, de la fuerza superior de la crueldad y del dinero frente a cualquiera que se les oponga.
Todo ese nihilismo que va racionando a medida que avanza en su relato, como si se fuese contagiando de la materia pegajosa con la que está tratando, se concentra en una afirmación más terrible que el recuento pormenorizado de brutales crímenes: ante el mundo que ve, concluye que hay una «absoluta impotencia de todas las enseñanzas orientadas a la belleza y a la justicia de las que me he nutrido». Demoledor, y triste. No soy capaz de imaginar cómo ha conseguido sobrellevar esa muerte de la sensibilidad, y a qué clase de demonios debe enfrentarse por ello.

II

La cocaína es una mercancía más dentro del capitalismo industrial globalizado. El intento de situarla como causa última de lo que acontece en el mundo puede estar justificado por la situación desde la que el autor aborda su tema (desde 2006 está condenado a muerte por la mafia napolitana tras publicar su primer libro: Gomorra). Pero la realidad es más compleja, y se resiste al análisis desde un sólo punto para explicarla por completo. A no ser que la reduzcamos considerablemente. Saviano rastrea, sobre todo, el proceso de distribución de la cocaína y los lazos con la economía financiera especulativa, y eso es un acierto. Pero deja de lado las condiciones de producción de la coca (se echa en falta un capítulo explicando las políticas agrarias de los países productores, por ejemplo). Y, sobre todo, pasa de puntillas por la parte del consumo. Porque todo ese negocio criminal, todo lo que nos presenta con una luz fría que lo hace aún mas abominable, está destinado a que millones de personas consuman el polvo blanco (unos siete millones en Europa, según apunta él mismo a través de un informe de la UE). Quien la consume quiere sentirse eufórico, exitoso, fuerte. Pero, ¿por qué quieren eso? Saviano responde: cuanto más se acelera el capitalismo más coca hace falta. Pero seguimos sin explicarnos nada, y aquí se podría dar la vuelta al argumento de todo el libro: entonces es el turbocapitalismo el que gobierna el mundo y la coca es sólo un medio entre muchos otros. La demanda de cocaína, según nos dice, no deja de crecer en todo el planeta, igual que la demanda de muchas otras mercancías de «curso legal». Pero sin el concurso del petróleo barato el comercio internacional de la cocaína, como el de casi todo lo demás, se vería en serios aprietos. Sin la existencia del Estado (violencia organizada) y la Técnica (producción organizada) el narcotráfico internacional y sus redes mafiosas no tendrían razón de ser.
El consumo de drogas es más antiguo que el capitalismo, pero la aceleración del mundo industrial desde hace al menos dos siglos ha convertido cualquier actividad humana en presa de la mercantilización. El ascenso de la vida administrada nos puede proporcionar cocaína o latas de sardinas (o cocaína oculta en latas de sardinas, también), pero no cambia mucho en cuanto al problema central: el desarrollo internacional de la violencia organizada y de la producción industrial. Esas son las fuentes históricas de una crisis social que dura siglos. Es la Ley la que genera el crimen, y no al contrario. Es la industrialización la que genera la necesidad y la escasez, y no al contrario.
Por eso no se trata tanto de legalizar la cocaína, como apunta Saviano hacia el final del libro, como de prescindir de la violencia organizada en todas sus formas. Y cualquier legalización presupone la existencia del Estado, que ostenta el monopolio de esa violencia. Si la elección sólo se puede hacerr entre Mafia o Estado, casi sería mejor comenzar por otro lugar el análisis.
¿Cuál es el problema de la cocaína, su verdadera dimensión? Las historias que relata Saviano son en muchos casos horribles, y están muy bien contadas. Pero, ¿qué lugar ocupan en la masacre indiscriminada en que se ha convertido la industrialización legalizada y el proceso de modernización que despoja de todo y tira al vertedero a más de dos tercios de la humanidad? Veamos: Saviano intenta hacer la cuenta de la cocaína que se ha producido en un año, y se frustra por lo difícil de hacer el balance: por la naturaleza misma de los datos, por las distintas fases de «corte» de la coca, que generan un desfase entre la cantidad de producto en origen y el destinado al consumo final, por los números de las incautaciones que no coinciden con el resto, etcétera. Al final, más o menos, nos acercamos a una cifra: entre 700 y 1.000 toneladas de cocaína al año. ¿Mucho? Depende. La producción mundial de café para el año 2013 según la FAO habría sido de 7 millones de toneladas.
Las muertes debidas a las mafias vinculadas al negocio de las drogas las calcula Saviano en unas 70.000. Son, sin duda, muchísimas. Pero en el planeta mueren al año 59 millones de personas. Según la OMS la principal causa de mortalidad en los países más desarrollados son las cardiopatías y los accidentes cerebrovasculares, después las infecciones de las vías respiratorias, y en los países llamados «en vías de desarrollo» el VIH y las enfermedades relacionadas con la falta de agua potable. Los accidentes de tráfico y la diabetes, claramente atribuibles a las condiciones de vida en la sociedad tecnológica, causan millones de muertes al año.
¿Una gran cantidad de consumidores? ¿Todo el mundo usa cocaína? Eso nos dice el autor. Pero según un informe de la ONUDD (Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito) afirmaba en 2013 que el número de consumidores máximos de esa sustancia sería de 20 millones, lo que supondría un 0,45% de la población mundial. Tomo con precaución estas fuentes, y sólo las utilizo porque Saviano se apoya en ellas varias veces a lo largo de su relato.
No trato de frivolizar con este baile de números, tan sólo intento situar el «problema» en sus verdaderas dimensiones, más allá de la espectacularidad de los informes policiales, los agentes dobles, los arrepentidos y los ritos mafiosos.
No creo que Saviano desconozca todo esto. Pero no hay una sola mención en todo el libro. Parece que al poner su lente de aumento sobre las organizaciones criminales que están ligadas al comercio mundial de la cocaína hubiese perdido de vista peligrosamente todo lo demás. Y «todo lo demás» es precisamente lo que podría explicar el comercio de drogas, su consumo, su producción y las prácticas que conlleva.
La desposesión violenta, el crimen, la extorsión y el fraude fundaron el capitalismo industrial, la legalidad vino después a sancionar como natural un estado de cosas que sustituía una servidumbre por otra, inaugurando lo que Tolstoi llamó el «esclavismo moderno». La ambición de poder, y del dinero que facilita su acceso, es constante e independiente de la mercancía que incidentalmente utilicen algunos para satisfacerla.
No hay, tampoco, un dinero negro y uno legal, blanqueado. El dinero es la expresión abstracta de la violencia intrínseca de un modo de producción que es, sobre todo, un modo de relación social. Es la expresión de la destrucción de la naturaleza y las culturas que se mostraban respetuosas con sus límites (que ahora se ven obligadas a trabajar en las plantaciones de coca). Es la expresión de cómo unos pocos seres humanos parasitan el trabajo de otros, a los que obligan a vivir una vida carente de satisfacción (quizá por eso toman cocaína que sus mismos amos les venden). Es la expresión del ser humano que se ve como una mercancía más y necesita invertir en sí mismo con tal de venderse mejor en un gran mercado de personalidades que cada vez cuentan menos (quizá, por eso, toma cocaína, para sentirse único). Esa es la verdad del mundo industrializado. Pero dudo mucho que sea La Verdad, como sugiere Saviano a lo largo de todo el libro.

III

Al final, hastiado de su viaje por esa parte del capitalismo industrial más salvaje, dice: «Es demasiado fácil creer en lo que yo creía al principio de este recorrido. Creer en lo que decía Thoreau: “Ni el amor, ni el dinero, ni la fama, dadme la verdad”. Creía que seguir estos caminos, aquellos ríos, oler los continentes, hundir las piernas en el lodo podría servir para tener la verdad. No funciona así, Thoreau. No se la encuentra».
Y justo aquí volvemos al principio. A los libros que llevan a otros libros. Unos días antes de que cayera en mis manos CeroCeroCero estuve leyendo, precisamente, a Thoreau. Transité, emocionado, por las páginas de su pequeño libro Las manzanas silvestres donde el autor de Concord se dedica exactamente a hablar de eso: de las manzanas silvestres, de sus sabores, sus variedades infinitas, su coloración y textura, la curiosa cualidad de algunas que sólo permiten ser comidas al aire libre de noviembre, tras una larga caminata, cuando las papilas gustativas del caminante las puede recibir: si se lleva una a casa al comerla en su estudio le resultará insoportablemente amarga.
Cuando Thoreau habla de la verdad, no es de esa verdad cruel, mezquina y metida hasta el cuello en el lodo y la sangre. Su verdad es otra. La verdad del caminante que sigue durante años el crecimiento de un manzano silvestre, arraigado en las condiciones más duras, soportando las heladas y las visitas de los animales que codician sus frutos, llenándose de espinas para proteger lo que más tarde será el centro de su existencia. Y hay allí una verdad inmensa, muy alejada de los mercados financieros, las mafias, las redadas antidrogas, los asesinatos y los contenedores con cientos de kilos de cocaína escondida entre toneladas de café. Es otra verdad la que Thoreau busca, aquella que en lugar de sumirnos en un abismo de desesperación nos reconcilia con la vida, con aquello que somos cuando nos alejamos de los requerimientos de la violencia organizada y la producción en masa. La verdad de Thoreau no pretende la legalización de ningún aspecto de la vida. La verdad de Thoreau es la de la libertad frente a la explotación humana organizada socialmente. Y no era una verdad ingenua o bucólica, porque constataba, ya alrededor de 1860, que los tiempos de la Manzana Silvestre pronto pertenecerían al pasado. Decía:

Hoy no veo a nadie que plante árboles fuera de los caminos trillados, a lo largo de las carreteras y de los caminos aislados o en lo más profundo de los bosques. Ahora que han injertado sus árboles pagando el máximo precio, los juntan en un terreno próximo a su casa y los encierran dentro de un cercado. Al final de esta evolución nos veremos todos obligados a buscar nuestras manzanas en el fondo de un barril.

¿Qué tendría que decir hoy, frente a la modificación genética de los organismos vivos para su comercialización y tras más de cincuenta años de «Revolución Verde» y agroquímicos?
Leemos el mundo, como los libros, para encontrar lo que de algún modo ya sabemos. Uno ve en las manzanas silvestres una metáfora de la vida, la expresión de una naturaleza que debemos preservar para seguir siendo humanos y que está en peligro. Otro mira los expedientes policiales, las declaraciones de los mafiosos arrepentidos, las grabaciones en vídeo de decapitaciones y ejecuciones sumarias, y concluye que el mundo es exactamente eso. Uno respira libetad, confianza y hasta una cierta ingenuidad. El otro proclama la debilidad de todas las relaciones humanas, lo corruptible de cualquier persona, y la imposibilidad de la vida sin alguna forma de violencia. Para uno las manzanas silvestres, para otro la cocaína. ¿Qué hace girar el mundo? La verdad no es algo externo a nosotros que tengamos que conquistar con algún sacrificio supremo o un papel ignorado en el fondo de un archivo de una agencia antimafia, es una actitud ante la vida, que elige dónde mirar, a qué dar valor y a qué dar la espalda. Para mí, la elección está clara: me quedo, sin duda, con las manzanas.


lunes, 31 de marzo de 2014

Literatura, verdad y vida. Sobre “El conocimiento del escritor” de Jacques Bouveresse.


 
La vida es una marcha hacia la cárcel.
La verdadera literatura debe enseñar
a escapar o prometer la libertad.

A. Chéjov.



Si la literatura es una forma de conocimiento, puede que no esté tan interesada en la verdad como en la vida. Quizá no busque un conocimiento profundo y verdadero, sino la experiencia de la vida de la que surge algo de verdad, siempre mezclada con ese resto mezquino, cobarde y poco loable de la condición humana. En uno de los apartados de este magnífico libro que leí hace poco, Jacques Bouveresse cita la siguiente frase de Valéry: «Profundo es (por definición) lo que está alejado del conocimiento. Superficial, lo que es conforme al conocimiento fácil y rápido». Es cierto, como acota a continuación Bouveresse, que el conocimiento de la vida no tiene nada de fácil y rápido. Salvemos el reproche con un matiz: la literatura busca un conocimiento que no puede ser profundo, sino que es superficial en cuanto que es inmediato. O por lo menos, la única mediación es la que se atribuye al estilo del escritor, que no estaría sujeto al sistema de la ciencia o al rigor lógico del razonamiento filosófico. El escritor no busca un conocimiento sistemático, sino que lo hace surgir de la descripción de un ambiente, de la confrontación entre personajes, actos e ideas que los mueven, de la incongruencia entre lo que las personas piensan y lo que hacen, o lo que hacen en público y piensan en privado, etcétera. Es, si se quiere, una especie de interrogación moral. Bouveresse trata de acercar la literatura a la filosofía moral, es decir a una filosofía práctica que tendría por tarea responder a la pregunta «¿cómo debemos vivir?». Es, de todos modos, una apuesta arriesgada. El escritor no es un moralista, cuando lo es no hace buena literatura y cuando escribe verdadera literatura no lo es. La verdad sólo surge en literatura rodeada del artificio, del horror y la belleza, de lo sublime y lo banal.
Si el filósofo quiere ordenar el mundo poniendo orden en sus ideas, y alineando sus pensamientos como un batallón de artillería, el escritor vive emboscado en una guerra de guerrillas permanente. Si el científico quiere medir la realidad mediante sus instrumentos, el escritor pule la validez de sus procedimientos con la realidad. Si su búsqueda es universal, lo es en cuanto a que busca lo anterior a la Ley, lo que aún permanece en la unidad, en lugar de tratar de legislar sobre el Universo.
El escritor, por eso, no pretende tanto decir con su obra «cómo debemos vivir», como interrogarse sobre qué tipo de vida hemos elegido; y su pregunta de partida puede ser muy bien «¿cómo podemos, pese a todo, vivir?» En cualquier caso, lo que Bouveresse critica con más acierto es esa corriente posmoderna que condena a la literatura a ser un mero artefacto «textual y lingüístico» que en nada tiene que ver con los problemas sociales de su tiempo. Pero el riesgo de la literatura política es tratar de convertir al escritor en una especie de forjador del «hombre nuevo». No es esa la naturaleza de su conocimiento. No se trata tanto de una pugna entre racionalidad e irracionalidad, como del despliegue de un conocimiento razonable. Y lo razonable no tiene porqué coincidir con alguna forma de «sentido común», y menos en nuestros días. El torbellino de la modernización, que nos lanza hacia una irracionalidad equipada tecnológicamente, enarbola siempre la bandera la Razón y del Progreso, tanto más cuanto menos confesables son sus fines. Por eso el escritor también debe asumir el compromiso de fabular a contracorriente de la historia y del progreso, y de ofrecer, como quería Octavio Paz, alguna forma de regreso.
No es lo que sucede en nuestros días. Según Bouveresse:

«[…] la postura mayoritaria de los escritores actuales, cuando no se integran abiertamente en el sistema, es mucho menos la de oponerse y luchar que la de resignarse o mostrar una indiferencia más o menos cínica».

Lo que me pregunto es en qué sentido la literatura puede hacerse útil para un conocimiento práctico de la vida, como quiere Bouveresse siguiendo a Martha Nussbaum. En cualquier caso, ¿de qué «vida» estamos hablando? Defender al escritor como un maestro de virtud, del que la sociedad tecnológica no debería querer prescindir si quiere seguir siendo legítima, es una contradicción insuperable. En otro lugar he escrito que la tarea sacralizadora que ha sido siempre la de la poesía está condenada en nuestros tiempos a desaparecer si no presta sus servicios a la nueva religión del progreso tecnológico. Para esa situación no hay atajos institucionales ni reorientaciones de la crítica literaria que valgan. Por más que la crítica formalista haya acabado en una quietud y un balbuceo desesperantes, el conocimiento del escritor no se puede valer por sí mismo contra la gran corriente de la vida administrada. La organización del Estado y de la Técnica, llevada a cabo contra la sociedad (aunque su propaganda diga que es a favor del Desarrollo), no deja mucho margen para el conocimiento del escritor. En momentos de decadencia social y degradación acelerada de las condiciones de civilización, como son los nuestros, el escritor asume el papel del misántropo, y retiene como puede las palabras que aún sostienen algo distinto a la Ley. En esos momentos no puede más que estar contra la verdad, y a favor de la vida. Por eso no le queda más remedio que convertir su vida en literatura, y es en ese segundo en que decide, en ese instante único, cuando por un momento atisba algo de su verdad.


miércoles, 19 de marzo de 2014

Piloto automático


 
Leí una noticia en el periódico esta semana: un automovilista mató al conductor de un ciclomotor, tras una extraña maniobra. El giro inexplicable que realizó el vehículo, saltándose todas las señalizaciones, se debió a que el GPS le indicó al piloto un perentorio «gire a la derecha» al que obedeció inmediatamente pese a toda evidencia.
Jaques Ellul, uno de los más lúcidos críticos de la técnica del siglo XX, decía en una entrevista que nuestra situación ante el desarrollo acelerado de la sociedad tecnológica se asemejaba a la de un automovilista que circula a más de 120 kilómetros por hora: ya no se puede decir que guíe el vehículo que tiene entre las manos, tan sólo puede reaccionar, con un mínimo margen de maniobra, ante cualquier eventualidad que surja en esa situación en la que su cuerpo, insertado en la máquina, está sujeto a una inercia muy superior a sus fuerzas. En definitiva: que es el vehículo mismo quien guía al piloto, y este sólo puede encomendarse a la fiabilidad técnica, con la esperanza de que no se produzca ningún accidente.
En la progresión ascendente de nuestra complejidad tecnológica, es esa misma inercia la que nos sigue arrastrando. Todas las prótesis tecnológicas que se añaden a nuestra vida para no tener que tomar decisiones nos hacen más vulnerables, nos someten más al criterio de la máquina y, en última instancia, como en el caso del accidente que he comentado, pueden llegar a sustituir incluso nuestro sentido de la realidad.
Si ya nos encontramos inmersos en una aceleración sobre la que poco o nada podemos hacer por guiar, la respuesta de los tecnólogos sigue siendo la misma: multipliquemos entonces las prótesis para que el falible y poco confiable ser humano no tenga que tomar decisiones. La automatización de cada vez más aspectos de la vida, responde a esa voluntad de controlar, medir y administrar cualquier respuesta no adaptada al funcionamiento de la maquinaria. Y su utopía se viene cumpliendo cada día: a fuerza de facilitarnos tanto la vida, ya no podemos confiar en nuestros sentidos, atrofiados como están de tanto recibir estímulos y reaccionar inmediatamente a las órdenes, memorizar claves, códigos, contraseñas, números. Por ello necesitamos más tecnología que nos siga facilitando nuestra difícil adaptación y conversión paulatina en autómatas biodegradables.
Lo que Langdon Winner llamó en su día «sonambulismo tecnológico», expresa muy bien esta sensación de estar marchando con el piloto automático. Pero mientras nuestro cuerpo se sigue adentrando en el entramado tecnológico, nuestra mente sigue pensando en términos religiosos, y por ello asistimos a la creación de una nueva fe, con su iconografía, sus mártires y sus santos.
El pasado 11 de marzo se cumplió el tercer aniversario del accidente nuclear de Fukushima. Ningún avance tecnológico pudo evitar el desastre. Al contrario, el mero hecho de la existencia de los reactores nucleares en la costa japonesa era ya un desastre, porque a partir del momento de su construcción ya sólo cabía encomendarse a la fe tecnológica que nada pudo hacer en el momento decisivo. Hoy los contadores Geiger miden la radiactividad, los expertos barajan «niveles aceptables» de exposición para las poblaciones cercanas, y todos nosotros debemos conectar el piloto automático para seguir avanzando hacia la integración con la máquina.
La religión tecnológica, como su antecesora, rinde culto a la muerte y nos promete que más adelante encontraremos la salvación. Mientras tanto, su sermón diario reza: «consuman, abran su cuenta en twitter, y no pierdan la esperanza».