«El
hombre camina con los pies en el suelo y la cabeza en el aire, y la historia de
lo que ha pasado en la Tierra ―la historia de las ciudades y de los ejércitos y
de todas las cosas que han tenido cuerpo y forma― es sólo la mitad de la
historia de la humanidad.»
La
otra mitad es, según Lewis Mumford, la que transcurre en el mundo de los idola, de las imágenes y
representaciones que el ser humano crea en su interior. Aquello que caracteriza
a nuestra especie: su capacidad para la creación de símbolos, su fértil
imaginación, capaz de construir ciudades y alzar mundos enteros en su
mente que, al final, se convierten en guía para sus acciones concretas en el
mundo material. Esas imágenes no son «reales», como tampoco lo son el Norte o
el Sur, y sin embargo Norte y Sur son conceptos que nos sirven para
orientarnos, aunque nunca estaremos en
ellos. De igual modo se comporta la Utopía. Sólo quienes están sujetos a
una dura disciplina, «como el asceta hindú o el hombre de negocios americano»,
son capaces de eliminar de su conciencia uno de los dos mundos. Siempre
habitamos a caballo entre los dos. Hasta el más mezquino y ruin de los seres humanos
actúa movido por un ideal, y
seguramente sus ideales sean la causa de su mezquindad y su ruina. Sólo hemos
podido renunciar al pensamiento utópico asumiendo la disciplina del Desarrollo.
En
su libro, Mumford distingue entre utopías de evasión y utopías de
reconstrucción. Las primeras son como islas encantadas, que sólo proponen un
retorno al útero materno, donde ningún peligro nos amenaza y el conflicto no
existe. Atienden a una necesidad vital de escapar de las contradicciones del
mundo que nos impiden adaptarnos a nuestro entorno. Se entiende que, en
nuestras sociedades contemporáneas, la distancia entre lo deseado y la
realización de un mundo hipertecnológico cada día más opresivo, promueva todas
las utopías de evasión. En ellas puede brotar el mejor arte y la mejor
literatura. Pero quedarse demasiado tiempo en allí conduce a la inmovilidad y a
la frustración.
El
segundo tipo de utopías, las de reconstrucción, se lanzan hacia el mundo
exterior con la voluntad de transformarlo, en lugar de contentarse con la
promesa de la isla encantada (de la vieja Edad de Oro), se adentran en ella y
acondicionan su entorno para una mejor adaptación de la vida humana. Estas utopías
son las que promueven un entorno radicalmente distinto, pero referido a la globalidad de la
vida, tanto a sus técnicas y construcciones, como a sus valores y sus
relaciones sociales. Las utopías del inventor y del industrial carecen de la
segunda parte de ese contenido y, en gran medida, son las que vienen
transformando el mundo a su imagen y semejanza desde hace más de doscientos
años. Mumford lo resume con un ejemplo que aquí adaptamos: un hombre con la
mentalidad de un comerciante del siglo XVI que conduce un automóvil de 2013, sigue siendo un
hombre del siglo XVI.
Las
utopías han transformado sólo la superficie de nuestro mundo material, y han
dejado intactos los fundamentos del ser humano, que sigue atrapado en
contradicciones aparentemente irresolubles entre razón y fe, ciencia y mito,
pragmatismo e idealismo, mientras su entorno es transformado (y devastado) a un ritmo inédio por el Desarrollo.
¿Por
qué ha sucedido esto? Para Mumford la respuesta es sencilla: porque nuestras
utopías no eran lo suficientemente buenas. Antes de emprender su recorrido
histórico por ellas, nos advierte de su intención: si se emprende el viaje es
para ir más allá de la Utopía. No se propondrá una nueva al final del camino,
sino que se desvelarán los falsos cimientos sobre los que se han construido las utopías
que han condicionado el desarrollo de nuestro mundo contemporáneo. Para
concederle una posibilidad a la Eutopía (el buen lugar) hay que insertarla en
la vida cotidiana. De otro modo estará condenada a ser siempre una Outopía (el
no-lugar).
3
He
aquí el desarrollo que la Utopía conoce hasta los tiempos de la primera
Revolución Industrial. En adelante, Mumford se encargará de desentrañar los idola que han aparecido con esta
transformación del mundo material y que han condicionado nuestras sociedades
contemporáneas. Detecta dos fundamentales: la Casa Solariega y Coketown. La
primera es la utopía de la autonomía y la abundancia, de la autosuficiencia
aislada que se nutre de unos alrededores a los que parasita. Es el ideal de la clase ociosa que tan bien describiera
Thorstein Veblen. En su traducción más moderna: la república independiente de tu casa. Es exactamente el encierro
en los placeres privados, el retiro de la ciudad y el desarrollo aristocrático
del gusto como criterio de la vida buena. La Casa Solariega desarrollará un
refinado espíritu del goce, pero descuidará tanto los aspectos de la creación (sustituidos
por el consumo) que acabará transformando la vida buena en una vida de bienes, poniendo las bases, a
juicio de Mumford, del consumismo individualista que impera en las sociedades modernas.
Pero
la generalización de la utopía de la Casa Solariega se llevó a cabo por su
relación con Coketown, la ciudad industrial, que orientaba todas sus energías a
la producción de bienes de consumo. La creación de necesidades y de bienes que
las colmaban para crear necesidades nuevas, generalizó el gusto por el consumo
suntuario. Y siempre que han surgido las crisis del sistema industrial, la
respuesta ha sido idéntica: construir más casas y llenarlas de cosas. Coketown
produce y la Casa Solariega consume. Pero los trabajadores de Coketown serán
empujados a reclamar siempre tener su propia Casa Solariega, y eso hará crecer
a Coketown más allá de sus límites naturales y generará un hito que la
diferencia del resto de utopías: el montón de basura que crece a su alrededor.
¿Cómo
se reconcilian estas dos utopías, cómo puede permanecer el consumo diferenciado
ante la producción ingente de bienes de consumo? Aquí Mumford detecta una
tercera utopía que viene a regular las fricciones surgidas de la relación entre
las anteriores. Ambas se unen, y se sintetizan, en la utopía del Estado
nacional. El idola fundamental del
Estado nacional es su Megalópolis, su ciudad más importante, que constantemente
renueva el mito del Estado por su enorme capacidad de producir papel. Es decir, burocracia
centralizadora, generadora de ideología, que mantiene unidas la Casa Solariega
y Coketown (a trabajadores y rentistas, oprimidos y explotadores) bajo la
ficción de una comunión nacional que no se corresponde con ninguna delimitación
geográfica o antropológica. Megalópolis es una ciudad de papel, trufada de
oficinas, planos, reglamentos, formularios, títulos; generadora de
infraestructuras nacionales y mitos pacificadores a través de la propaganda;
que crea la uniformidad y la estandarización. El habitante de Coketown y el de
la Casa Solariega se convierten así en ciudadanos del Estado y habitantes de la
Megalópolis.
Estas
tres utopías, según Mumford, son las que han dado forma, desde hace más de
doscientos años, a nuestras sociedades. Siguen presentes, y las utopías
parciales que han tratado de reformarlas han fracasado por un motivo: su
unilateralidad. Las utopías políticas posteriores a la industrialización cometieron
un error: al criticar principalmente la distribución y la propiedad asumieron
como válidos los fines a los que aspiraba el mismo orden que pretendían derrocar,
y así se contentaron con la universalización de sus productos (desde las
cuchillas de afeitar a los Parlamentos). «Como si un cambio de propietarios o
en el equilibrio de poder pudiese alterar el rostro de Coketown y, de esta
manera, sus hornos dejasen de arder y sus cenizas de polucionar.» Al no
interesarse por la vida del espíritu, y tan sólo buscar la victoria de un
partido, y la toma del poder dentro de la utopía desarrollista, perdieron de
vista los objetivos humanos que podían justificar sus revoluciones.
¿Cómo
recuperar entonces esos objetivos? Mumford, consciente de las limitaciones que
ya en su época tenía cualquier revolución partidista, culminaba su Historia de las utopías reclamando con
urgencia que la Eutopía, el buen lugar, acercase sus idola a la vida cotidiana, que propusiese una nueva commonwealth, y lo hiciese en contra de la universalización de la
Casa Solariega, Coketown y Megalópolis. En lugar de reclamar indignados el
acceso a una vida de bienes, era necesario realizar la utopía de la vida buena.
Y pedía hacerlo «antes de que nuestro mundo mental [estuviese] tan vacío y
privado de mobiliario útil como una casa abandonada».
Es
hora de revelar que Lewis Mumford escribió este libro entre febrero y junio de
1922. Y si ya entonces nos advertía: «nuestra elección no es entre la eutopía y
el mundo tal cual es, sino entre la eutopía y nada. O mejor, la nada.» Hoy
parece que nos encontremos, efectivamente, en la Outopía, la nada, un lugar
inexistente, donde la vida mental se ha reducido al mínimo y la expresión de
unas formas distintas de sociabilidad ha quedado sepultada bajo un montón de
basura tecnológica que crece cada día. «Inexistente» no quiere decir que sea
«irreal» sino que, precisamente, su realidad cotidiana se desarrolla en la pura
inexistencia.
En
estos momentos de desorientación y derrumbe de muchos de los idola que han sostenido hasta ahora
nuestras sociedades industrializadas, volver a la obra de Mumford, a su sentido
histórico y a su confianza en la capacidad del ser humano para trazar un rumbo
distinto, casi se antoja un ejercicio de voluntarismo. Pero a falta de otro
mejor, y ante el total descrédito y bancarrota de los Idólatras de los Últimos
Días, parece razonable empeñarse en una utopía de reconstrucción. ¿Qué otra
forma de pensar nos queda viviendo entre las ruinas?
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