lunes, 30 de diciembre de 2013

Razones para acabar de una vez por todas con la televisión


No me da ninguna pena el cierre de Canal 9. A muchos otros les sucede igual, pero por motivos distintos a los míos. En un artículo reciente, Pascual Serrano* venía a decir que defender a los trabajadores del Canal 9, despedidos tras el cierre, era una paradoja para la izquierda, a la que esos mismos trabajadores, en el ejercicio de sus funciones, vilipendiaron, silenciaron y humillaron. Los mismos trabajadores de la cadena autonómica han ofrecido evidencias que refuerzan estos argumentos al denunciar, a toro pasado (y como si nadie se hubiese dado cuenta antes), la manipulación, la falta de ética y el servilismo que reinaban en la televisión valenciana.
Algunos como Serrano levantan el dedo acusador y determinan que los trabajadores son culpables, tanto por su silencio de entonces como por hablar ahora que han sido despedidos. Otros apelan a la «inocente irresponsabilidad» del mero operario que poco o nada podía hacer respecto a la orientación y contenidos de la cadena, siempre marcados por «los directivos».
Pese a ser muy interesante la controversia, al poner en juego el espinoso tema de la responsabilidad de cualquier trabajador respecto a lo que hace o no hace dentro de un determinado ámbito de la producción, estas discusiones no hacen más que distraernos de la pregunta principal enunciando otras en su lugar: ¿Tienen derecho a defender su empleo los trabajadores de Canal 9? ¿Debe la izquierda apoyarlos en su condición de «obreros» o condenarlos en calidad de cómplices necesarios para la propaganda de la derecha valenciana? ¿Se defendería a los antidisturbios como trabajadores (el ejemplo es de Serrano) si fuesen despedidos en masa? ¿Se defendió a ultranza la lucha por el empleo de los mineros (este ejemplo es mío), con independencia de la naturaleza de su trabajo?
Todas estas preguntas están muy bien, pero la cuestión a dirimir es otra: ¿es necesaria la televisión? Contesto: si por mí fuese, y con independencia del contenido o la titularidad, eliminaría de raíz y sin anestesia todas las televisiones. Eliminaría, para entendernos, la televisión en sí misma, como desarrollo tecnológico nefasto.
Como no tengo la capacidad para hacer realidad tal amenaza, ya se me puede ir dispensando del reproche sobre los puestos de trabajo perdidos y los lacrimosos llamamientos a «el pan de los hijos» de los despedidos. Yo aboliría la televisión por las mismas razones que el expublicista y asesor televisivo Jerry Mander expuso, en 1977, en su libro Cuatro buenas razones para eliminar la televisión.
Ahí van unos cuantos argumentos escogidos:

Debido a la forma en que la señal visual es procesada por la mente, la televisión inhibe los procesos cognitivos.
Deja al espectador menos capacitado que antes para distinguir lo real de lo irreal, lo interno de lo externo, lo experimentado personalmente de lo implantado desde el exterior.
La televisión suprime y reemplaza la imaginería creativa humana, alienta la pasividad masiva, y entrena a la gente para aceptar la autoridad. Es un instrumento de transmutación, que convierte a al gente en imágenes de televisión.
La televisión mantiene a la conciencia encerrada dentro de sus propios canales rígidos, una pequeña fracción del campo natural de información. A causa de la televisión creemos que sabemos más, pero sabemos menos.
Nos mete aún más adentro de una realidad artificial ya predominante. Empeora la pérdida de comprensión personal y el acaparamiento de toda la información en manos de una élite tecno-científico-industrial.
La tecnología de la televisión es intrínsecamente antidemocrática. Debido a su costo, y al tipo limitado de información que puede emitir, a la forma en que modifica a la gente, y al hecho de que unos pocos hablen mientras millones absorben.
La televisión ayuda a crear las condiciones sociales que conducen a la autocracia; también crea las apropiadas pautas mentales para eso y simultáneamente embota la conciencia de lo que está sucediendo.

Como sostenía Jerry Mander, la televisión mediatiza nuestra experiencia y consigue que millones escuchen a uno solo (o a unos pocos bien organizados); y que esa muchedumbre televidente participe de un «hecho común» pero totalmente aislados los unos de los otros. La base ideológica de la televisión es: un emisor organizado y millones de receptores aislados y pasivos. Nos acerca lo lejano y aleja lo cercano (Neil Postman dixit). Y al mismo tiempo nos ofrece una visión disminuida del mundo y siempre tendenciosa, porque privilegia ciertos contenidos que pueden ser televisados y excluye la mayoría, que no lo son. No es una cuestión de «programación de contenidos»; la imagen televisiva refleja mucho mejor lo inerte, por eso los objetos comerciales se adaptan mejor a su formato. Mejor la acción que la reflexión, el entorno artificial que el natural, mucho mejor la violencia que el diálogo, más exitosa la competición que la cooperación. La televisión, en fin, enfría la experiencia, la aisla y la disminuye, y trata de sustituir la realidad por una versión chata e insulsa de ésta.
Y no se trata de que la televisión haya creado un «mundo paralelo» (eso lo pueden hacer la pintura, la escultura y la literatura, por ejemplo): es que ha metido al mundo dentro de sus parámetros. Su extensión y sus posibilidades para mediatizar la experiencia han hecho que se concentre en las poderosas manos de quienes quieren reproducir el mundo a su imagen y semejanza. Y para ello deben adocenar e influir al resto con tal de hacernos creer que su conveniencia es lo que más nos conviene a todos, más allá de lo que nuestra propia experiencia y nuestra conciencia nos dicte.
De ese modo la televisión produce la realidad, al dar existencia y notoriedad a cosas que nos son absolutamente indiferentes y llegar a ocultar o poner en duda lo que nos afecta cotidianamente. Los mediocres imbéciles que nos gobiernan y los que pretenden gobernarnos después, deben su existencia a la machacona y repetitiva presencia que ostentan en la televisión. Así, imponen su presencia, sus inquietudes, su paranoica forma de pensar. Y quienes se oponen a ellos, si no hacen algo para atraer a las cámaras de televisión, a menudo pasan a la inexistencia rápidamente. Como forma de adoctrinamiento, hay que admitirlo, la televisión ha sido la más eficaz que se haya inventado jamás. Ni siquiera las religiones mayoritarias soñaron alguna vez con ostentar ese poder de comunión. Hasta el punto de que ahora sus representantes mundanos también existen porque aparecen en televisión con cierta frecuencia.
Todo lo que pasa por el filtro de la televisión se convierte en propaganda, porque la naturaleza del medio sólo permite el mensaje unidireccional y previamente «producido». Es decir, que si a Serrano le molestaba que Canal 9 no hablase bien de la izquierda (o ni siquiera hablase), nada habría cambiado de haber hablado en otros términos. No hay reforma posible, ni programación pedagógica, ni gestión razonable para este aparato de propaganda masiva. Una televisión distinta, más cercana y comunitaria como querrían algunos, sería una estupidez, porque una comunidad que mereciese tal nombre no necesitaría para nada una televisión. Millones de años de evolución humana avalan esto que acabo de decir.
La televisión para uso doméstico sólo se ha generalizado en los últimos cincuenta años de vida sobre el planeta, y viendo los resultados del invento bien podríamos desterrarlo para siempre de nuestras vidas, ganando a cambio infinitamente más de lo que podríamos perder.
Por eso no me da pena el cierre de Canal 9. Al contrario: lo celebro.
Lo que sí da pena es que el cierre no se haya debido, ni mucho menos, a los motivos aquí expuestos. Lo lamentable es que alguien se sienta en el deber de defender un canal de televisión porque sea público, porque en él trabajen unas cuantas personas o por cualquier otro motivo. La televisión es lo que es: pura propaganda y mezquindad. Y nada más. Hacerla mejor requeriría de tantos esfuerzos que sale más rentable mandarla al carajo.
No, definitivamente, no hay que defender los puestos de trabajo de Canal 9. En todo caso habría que acabar con la televisión y el trabajo en sí mismos, como productos de una forma de vida que nos ha convertido en idiotas. Mientras no abordemos los problemas de raíz podemos seguir entreteniéndonos. Sin duda, quedan muchísimos canales para seguir haciendo zapping. Acabar con la televisión es relativamente sencillo: no la enciendas.

Nota:



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