martes, 17 de diciembre de 2013

Se acabó el «buen rollo»


Warren Buffett
«Evidentemente hay una guerra de clases, y es mi clase, la de los ricos, la que la ha emprendido y la estamos ganando». Así de claro se expresaba Warren Buffett en el New York Times del 6 de noviembre de 2006. Y sabía de lo que hablaba. Buffett es uno de los mayores inversionistas del mundo (un inversionista es alguien que se dedica a mover su dinero de un lado a otro, consiguiendo grandes beneficios, con independencia de las consecuencias sociales que tengan esos movimientos). En 2013 la revista Forbes lo ha situado en el cuarto lugar de su famosa lista, por detrás de Bill Gates, Carlos Slim y Amancio Ortega. Su fortuna personal asciende a 58 mil millones de dólares. Por lo tanto, estamos ante la opinión de un experto de la usurpación.
Es curioso que representantes tan acreditados hablasen bien a las claras de lo que tenían en sus agendas y de su particular «guerra de clases», mientras muchos miraban hacia otro lado. Aún recuerdo los años en que el «buen rollo» estaba en boca de todo el mundo, y en los que una crítica (por mínima que fuese) a nuestro modo de vida era desechada con aire de desprecio y suficiencia, incluso por los que menos tenían que ganar. Cualquiera que hubiese hablado de «guerra de clases» durante aquellos maravillosos años del boom inmobiliario hubiese sido catalogado como un trasnochado y un «malrollero» condenable al ostracismo. Cualquiera, menos tipos como Buffett, claro está.
En este mal llamado país, durante el periodo comprendido entre 1996 y 2008, todo iba a pedir de boca, al menos para unos cuantos. Y muchos pensaron que estaban en el bando de los «ganadores», sin poder o querer entender cuál era su verdadero papel en el juego. En esos años se perdieron muchas cosas que hoy nos harían falta, pero las fundamentales fueron la costumbre de pensar por cuenta propia y la dignidad. Muchas de las libertades formales que hoy estamos perdiendo, ya eran entonces papel mojado, y las derrotas en las batallas presentes estaban fijadas hace tiempo en el calendario de quienes comandaban la guerra desde sus Despachos, sus Bancos, sus Parlamentos y sus Instituciones.
Quienes pertenecían a la reducida clase de los que habían declarado las hostilidades lo tenían muy claro, pero para una mayoría lo que importaba era poder acceder a cierto nivel de vida y que los dejasen tranquilos. Dame pan y dime tonto. Es cierto: fueron muy pocos los que «vivieron por encima de sus posibilidades», pero también fueron muy pocos los que defendieron que existía la posibilidad de vivir de otra forma. Y de ese modo, la ventaja concedida a los parásitos que pretenden gobernarnos fue demasiada.
Pensar que se puede tener el acceso a los bienes materiales de esta sociedad, sin por ello rendirse a quienes se encargan de administrarla, es condenarnos a ser siempre tontos útiles. En el lote que nos han vendido va incluido el sometimiento a una recua de hijos de puta que, mientras tanto, se han blindado ante cualquier eventualidad y han construido su inmunidad para sacrificar a millones en beneficio propio y encerrar a quien alce la voz. Todos aquellos que pretendieron disfrutar del Desarrollo sin ser molestados, hoy tendrán que admitir que no se puede separar el Desarrollo del Crimen. Y lamentarse ahora es como pedir a quienes nos pisan el cuello que lo hagan con más cuidado.
Mientras el Gran Dinero circulaba a espuertas, una gran mayoría, contenta con las migajas, creía tener en sus manos el poder, cuando sólo era su tarjeta de crédito. Es decir, la excrecencia sobrante de los verdaderos negocios. Así, con las manos llenas de mierda, era difícil que se organizase algo parecido a una resistencia cuando la guerra ya estaba en curso. De ahí esa actitud chulesca ―que determinados elementos exhiben cada día desde sus tribunas― de mearse encima del prójimo y decirle que está lloviendo. A quien trata de revolverse, lo que le llueven son palos.
Están convencidos de su impunidad. Y no van a irse por las buenas. Los que codician sus puestos y quieren administrarnos mejor pertenecen al mismo bando. La guerra nos la declararon hace ya demasiado tiempo. Pero, ¿a quiénes «nos» la declararon? ¿Quiénes forman parte de ese «nosotros»? ¿Y quiénes son, entonces, ellos? No me resisto a copiar aquí la respuesta que Albert Cossery dio a esta última pregunta en su novela Mendigos y orgullosos:

«―La verdad, señor oficial, es que te asombras con facilidad. La vida, la verdadera, es de una simplicidad infantil. No tiene misterio. Sólo existen los cerdos.
―¿A qué llamas tú cerdos?
―Si no sabes quiénes son los cerdos no hay ninguna esperanza para ti. Es la única cosa que no se aprende de los demás.»


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