lunes, 27 de enero de 2014

¿Haussmann en Burgos?

El 27 de junio de 1853 George-Eugène Haussmann tomó el cargo de prefecto del departamento del Sena. Nombrado por Napoleón III, Haussmann estaría destinado a modificar la ciudad de París de forma radical. Durante los dieciocho años que fue responsable de la remodelación urbana, las obras del Barón afectaron a más del sesenta por ciento del parque inmobiliario de la ciudad, abrió amplios bulevares y construyó grandes plazas, convirtió el mercado de Les Halles en un centro comercial de primer orden, arrasó barrios populares enteros (como hizo con el trazado del Bulevar de Sebastopol), facilitó el acceso militar a la ciudad conectando las anchas avenidas con las estaciones de tren que transportarían al ejército desde las provincias a la capital para sofocar sublevaciones como la de 1848; expropió, derribó porciones enteras de la ciudad y roturó los Jardines de Luxemburgo, llevó a cabo grandes obras de ingeniería como el alcantarillado y el alumbrado público de gas, y descendió hasta los detalles mínimos del estilo del mobiliario urbano.
Aclamado por unos y vituperado por otros, Haussmann pasó a la historia como el artífice de la destrucción del viejo París, de la antigua ciudad medieval, y el azote de las «clases peligrosas», los más pobres, a los que desplazó con sus intervenciones urbanísticas y su concepción militar del ordenamiento urbano. A la vez, también fue el modernizador de París, el que acometió las obras públicas más importantes y llevó a cabo un «saneamiento» a gran escala de una de las ciudades más importantes de Europa.
Pero no se suele hablar tanto de cómo Haussmann puso en marcha el mecanismo de endeudamiento público y transferencia del gran capital financiero a la producción del espacio urbano, a través de los grandes proyectos de remodelación de la ciudad. Junto a los hermanos Pereire, fundadores del Credit Mobilier, Haussmann anticipó una pauta fundamental para el capitalismo, aun vigente en nuestros días: ante las crisis cíclicas de empleo y acumulación de capital, la remodelación urbana hacía fluir el dinero a través del crédito y la construcción, obteniendo grandes beneficios y reestructurando las relaciones sociales a través de la ordenación del espacio. Esta «destrucción creativa» no ha dejado de reproducirse desde entonces.
Cuando en 1870 fue destituido por el mismo Napoleón III que le había conferido poderes casi absolutos sobre París, Haussmann había endeudado hasta la asfixia a la ciudad, entregándola a los intereses financieros de los acreedores que habían costeado sus grandes obras.
Como muchos otros protagonistas de la historia, en Haussmann su grandeza es inseparable de su miseria. Al parecer ni siquiera se enriqueció personalmente poniendo en marcha su apisonadora urbanística. A su modo, era un idealista de la «linea recta» y un vanguardista en el arte de la contabilidad creativa. En sus últimos años, se retiró para dedicarse a escribir cómo se las había ingeniado en los tres volúmenes de sus Memorias.
Sus planes para la remodelación urbana de la capital de Francia fueron tan lejos en el ejercicio del poder que cualquier imitador posterior palidece a su lado. Y si hubiese podido aconsejar a ese torpe aprendiz, mediocre y desdichado, que actualmente preside el Ayuntamiento de Burgos, seguramente le hubise dicho: «No hagas planes pequeños».
Pero Burgos no es París, ni Lacalle es Haussmann, ni el estado español es el Segundo Imperio. Lo que ha surgido aquí tras el ciclo de especulación inmobiliaria, ―a parte de toda la mierda que había debajo de la alfombra y sobre los mismos escaños del Parlamento―, son un “Pozero”, un Julián Muñoz, un Ortiz (ese constructuor con pinta de buhonero venido a más) o un Méndez Pozo, Haussmanns de chichinabo, como diría un buen amigo; ambiciosos de pacotilla, tan mezquinos como sus motivaciones.
El ciclo virtuoso del pelotazo urbanístico, al agotarse, ha dejado a la vista de todos la ruina social y política a la que tantos bendijeron mientras los intereses seguían bajos, el crédito fluía y no paraban de construirse «urbanizaciones» que producían, además, el tipo de masa sonámbula y asténica que deambula cada fin de semana por los Centros Comerciales. Mientras tanto, se iba apuntalando un régimen policial digno de cualquier dictadura, que prometía mano dura para cualquiera que sacase los pies del tiesto. Y que permite ahora que una descerebrada cualquiera condene «los atentados de Burgos». Así, no sorprende que el pesebre de los tertulianos y columnistas, de un signo y de otro, se lanzasen con la lengua fuera a desmarcarse de los «actos violentos» y las «muestras de vandalismo.» ¿Tanto desestabiliza a la sociedad la quema de un par de contenedores? Estamos gobernados por auténticos psicópatas que no dudan en condenar a millones a la miseria y la muerte, pero unos destrozos en el mobiliario urbano de unas cuantas ciudades pasan por «intolerables ataques a la democracia». Así de sólida es, pues, esta supuesta democracia: quemando un par de cajeros y apedreando unos cuantos coches de policía, es suficiente para que se venga abajo.
Algunos ya se están frotando las manos al intuir en el horizonte un relanzamiento del crédito y la inauguración de un nuevo ciclo especulativo. Total, los pisos vacíos de los bancos ya empiezan a tener interés para los fondos de inversión internacionales que, por cierto, no tienen ninguna intención de destinarlos al «alquiler social».
Tendría que existir un Gamonal en cada ciudad. Pero para que eso suceda hace falta un compromiso férreo en el rechazo no tanto de los «excesos» de un orden corrupto y decadente como el que sufrimos, sino de su naturaleza misma, de las bases materiales que permiten que, cuando todo va bien, se forjen esos pequeños haussmanns, mediocres y rastreros, que hoy ostentan el mando. En las condiciones actuales, un gobierno, del tipo que sea, sólo puede atender un pequeño número de grandes intereses. Y si les asusta, hasta el punto de querer suspender toda libertad, el fuego con que se prenden un par de papeleras, ¿qué harán, entonces, cuando las llamas lleguen hasta la puerta de sus casas?

lunes, 13 de enero de 2014

El "songbun" nuestro de cada día


Hace unas semanas leí esto en un periódico:

«[…] ser sujeto de un determinismo social ―y político― que decide el destino, la clase y las oportunidades de alimentarse, recibir educación, encontrar empleo o simplemente vivir.»

La frase se refería al songbun, el sistema de clasificación social que supuestamente rige en Corea del Norte, y que al parecer implantó Kim Il-sung a principios del siglo XX. Me pregunté por qué, sin haber estado jamás en Corea (ni del Norte ni del Sur) me era tan familiar eso de «ser sujeto de un determinismo social». Por qué, sin ser súbdito de Kim Jon-ung (nieto del anterior), me sonaba tanto que alguien decidiese las oportunidades de alimentarse, recibir educación o encontrar un empleo de la mayoría.
La noticia estaba redactada, evidentemente, para provocar la indignación moral del lector occidental bienpensante. Pero algo no funcionaba. Seguí leyendo. El sistema, según contaba el artículo ―reseñando un informe con el novelero título Songbun, marcados de por vida―, distribuye a la población en tres grandes grupos: «Leales, Vacilantes y Hostiles», dependiendo del apego o desafección respecto al régimen. A partir de ser incluido en una de estas categorías, se tendría acceso o no a determinados bienes de primera necesidad (en lo más bajo del escalafón), y a prebendas y privilegios como poder vivir en la capital Pyongyang (en lo más alto).
Avanzando en la lectura, se relataba cómo estas categorías tenían que ver sobre todo con los conflictos bélicos con Japón, que dominó Corea de 1910 a 1945, y con las tensas relaciones con Corea del Sur desde la guerra 1950-53. Quienes lucharon contra los nipones y quienes defendieron la unificación de una Corea socialista estarían dentro de los «Leales».
Se especificaba, además, que el régimen reserva un «trato preferente» a los «Leales» en materia de vivienda, empleo o sanidad; para los «Vacilantes» se destinan los trabajos poco cualificados y no se garantiza el acceso a determinados servicios como la educación o un empleo estable, pero no se los persigue de ningún modo. Finalmente, los «Hostiles» sólo podrían acceder a los trabajos más duros y peligrosos, habitar en regiones alejadas de la capital, y estarían sometidos a un racionamiento de los alimentos. Todo esto según el informe mencionado.
Pues bien, nada de aquel relato (real o fantástico) consiguió movilizar mi indignación. Es más, a medida que avanzaba en la lectura, encontraba muchas semejanzas con nuestras sociedades tecnológicas y supuestamente democráticas. Efectivamente, hay un grupo que detenta ciertos privilegios, otro que varía entre dar su apoyo a estos primeros o indignarse por no poder acceder a las mismas recompensas, y otro que definitivamente tienen racionada su existencia y sólo pueden aspirar a sobrevivir. Y también observé algunas diferencias: por ejemplo, a los reconocidos enemigos del régimen norcoreano no se les prometería que con su esfuerzo podrán remontar en la escala social, no se les incentivaría para que ser emprendedores, ni se les inculcaría un pensamiento positivo, ni se les premiaría como si fuesen niños que se han portado mal. Pero tampoco se les culparía de su fracaso: simplemente serían catalogados como enemigos del Estado y así se los reconocería públicamente. Optaron por un bando y perdieron, eso sería todo.
Nuestro songbun cotidiano, sin embargo, no reconoce a los enemigos internos. Pretende erradicarlos y hacer imposible cualquier crítica al orden establecido. Trata de reducir a sus detractores a la inexistencia, y en ocasiones lo consigue. El songbun norcoreano diría: «el sistema tiene un problema contigo: estás jodido». El nuestro reza: «eres quien tiene un problema con el sistema: estás jodido». Que, sobre el papel, uno venga establecido por una dictadura y el otro por una democracia no significa mucho para la conclusión, en ambos casos idéntica: estamos jodidos.
Cuando Kim Il-sung estableció sus supuestas categorías, calculó que, de toda la población norcoreana, un 20% eran Leales, un 55% Vacilantes y el 20% restante Hostiles. Si eso es cierto, querría decir que Kim Il-sung no pretendía siquiera hablar por boca de una mayoría. Es más, concedía un porcentaje mayor a aquellos que estaban en su contra o podían estarlo, y por eso no los trataba como imbéciles sino como adversarios políticos. Se trataría de un ejercicio del poder de otro tiempo, realista y con un gran sentido de Estado, me atrevería a decir. Que después haya culminado en una dictadura hereditaria no le quita su mérito. Nosotros también heredamos un Jefe de Estado militar de manos de un dictador, y actualmente nos gobiernan los descendientes de aquella dictadura, y sin embargo la mezquindad y la hipocresía son moneda corriente en todo lo que huele a política. De modo que no somos los más adecuados para dar clases de justicia social y apertura democrática, ni siquiera a los norcoreanos.
Nuestro songbun de cada día pretende estar siempre en mayoría frente a quienes se oponen al estado de cosas establecido, y aunque los considera como enemigos rara vez lo dice públicamente: prefiere hacer ver que todo funciona relativamente bien y que los problemas sociales los causan unos cuantos inadaptados y terroristas. Les dice a sus súbditos que, con esfuerzo, pueden llegar a lo más alto de la escala social, y, al mismo tiempo que los condena al fracaso, les espeta en la cara: «no merecéis nada mejor». También reparte sus supuestos privilegios entre los leales y condena a los hostiles, aparentando además que su intervención humanitaria salva a muchos de su ineptitud para adaptarse al juego del libre mercado.
Nuestro songbun es el Desarrollo, que ha reducido la existencia a una vida administrada, en la que cada cual es libre de elegir la forma en la que quiere someterse, pero poco más. En nuestro songbun los Vacilantes y los Hostiles estarían igualmente etiquetados y oprimidos, pero la propaganda constante les diría que son ellos mismos quienes se condenan, y que además tienen la obligación de esforzarse para seguir siendo fieles a aquello que los aplasta.
Por eso, en lugar de indignarme con la aberración del sistema norcoreano, reafirmé mi convicción de lo insufrible del nuestro. Que, eso sí, tiene la ventaja de hacer creer a quienes lo sufren que ellos mismos lo han elegido y que, al fin y al cabo, la cosa podría ser peor. «Por supuesto», me dije al cerrar el periódico, «podríamos ser norcoreanos. Así, por lo menos, sabríamos a qué nos enfrentamos.»