domingo, 27 de abril de 2014

Enseñanzas de la Peste Negra en Europa.



La Peste Bubónica, también conocida como Peste Negra, que asoló Europa a mediados del siglo XIV, se cobró más de 25 millones de muertes en pocos años, y según algunos historiadores supuso la desaparición de no menos de un tercio de la población de todo el continente. Para frustración de cualquier explicación malthusiana, este brutal descenso de la población respecto a los recursos alimenticios disponibles en la época no supuso un «freno natural» a la situación de carencia y a las repetidas hambrunas que se sucedieron en Europa durante los siglos precedentes. Al contrario, tras la depresión poblacional causada por la Peste, el precio del grano ―parte fundamental de la alimentación entonces― se multiplicó, y las condiciones de vida materiales de aquellos que sobrevivieron a la Peste se hundió aún más en la miseria. Unos pocos, sin embargo, pudieron acaparar las tierras abandonadas y los cultivos, y especular con los precios, dando inicio a aquello que algunos historiadores marxistas llamaron «acumulación primitiva», y que pondría las bases para el capitalismo comercial de los siglos XV y XVI.
La Peste cayó sobre unas sociedades con una forma de organización determinada, donde la pequeña explotación agrícola y la roturación de bosque europeo para el cultivo extensivo de cereal eran las bases de una economía muy sensible a las variaciones del precio del grano y a la disponibilidad de mano de obra campesina. Con la extrema crisis demográfica provocada por la pandemia, la lógica del cultivo extensivo se hizo cada vez más difícil de sostener. Hubo un proceso de concentración de campos y parcelas abandonadas (algunas poblaciones llegaron a perder más del 60 por cien de sus habitantes), y ante la escasez de mano de obra y el aumento de los salarios, muchos orientaron su producción hacia la ganadería. La ganadería requería menos trabajo humano, y el precio de la lana en la naciente industria urbana del paño ofrecía mayores expectativas de rentas para los propietarios de grandes extensiones de tierra. Las pequeñas explotaciones agrícolas que lograron mantenerse sustituyeron también el cultivo de cereal por el de plantas oleaginosas, vid y plantas tintoreras, cuyo destino final era, de igual modo, el mercado urbano. Por eso el cereal escaseaba y su precio aumentaba.
Así, la economía feudal se vio enfrentada después de la Peste a la concentración de tierras en menos propietarios, a la escasez de manos para las tareas agrícolas que requería el cultivo de cereal, y a la sustitución de cultivos orientados a la producción de materias primas para el mercado urbano. Esto supuso, según algunos historiadores de este periodo, un empobrecimiento continuo de la población rural y una polarización social cada vez mayor, propiciando por un lado la acumulación de riquezas en menos manos, y por otro la extrema dependencia de una masa empobrecida, sin tierra y sin trabajo que, literalmente, se moría de hambre.
Si la historia de la Peste Negra en Europa nos puede enseñar algo es que las crisis recaen en las sociedades humanas sin que ello suponga, a priori, ninguna oportunidad de aligerar las condiciones de opresión para los que ya vivían en el umbral de la supervivencia. Muy a menudo, lo que sucede es que esas condiciones se refuerzan, y las masas extenuadas se ven sometidas a un mayor grado dependencia y a nuevos procesos de desposesión. Las transformaciones sociales que se derivan de crisis tan profundas suelen ser imperceptibles para aquellos que las protagonizan y se van acumulando, de manera larvada, hasta que los acontecimientos se precipitan de nuevo y, entonces, podemos ver algo del proceso que ha tenido lugar, vale decir: tomar conciencia del mismo. Pero, si lo hacemos, es bajo un efecto «retrovisor», cuando ya hemos dejado atrás los acontecimientos y la acción sobre las causas del desastre se muestra ya impotente. Por ello, no dejamos de predecir el pasado cuando nos acercamos a los hechos históricos. Y, sin embargo, sentimos cierta familiaridad con aquello que encontramos, porque no dejamos de poner parte de nuestro presente en la interpretación del pasado. Las causas de la opresión y la libertad son siempre causas humanas. Pero las modificaciones en la condición humana se miden, como poco, en milenios; mientras que nuestra cultura material, nuestra forma de obtener el sustento más inmediato para la vida y las formas de organización social que adoptamos para ello, se ven modificadas de manera radical cada pocos años desde que se inició el proceso de industrialización, y son ya irreconocibles respecto a cien años atrás.
Lejos de desalentarnos para actuar sobre las opresiones presentes, adoptar esta perspectiva de tan larga duración supone situarnos en el único sitio en el que nuestra existencia cobra sentido: en este momento, en este lugar. Si logramos mirar al pasado para entender nuestro presente y, así, desterrar de una vez por todas la idea de un Futuro al que nos conducirá cierto Progreso, habremos ganado un mundo. No el mundo de ayer, sino el único en el que podemos existir hoy. Defender ese mundo de quienes pretenden asegurar su próximos rendimientos aún al coste de destruirlo por completo es la única tarea imprescindible. Si existe algo parecido al progreso humano se refiere únicamente a la consolidación de esa conciencia que niega el futuro y a todos aquellos que pretenden asegurárnoslo por nuestro propio bien.
Defender el desarrollo económico, la creación de empleo, la sanidad y la escuela públicas, las pensiones y los subsidios, es situarse del lado de la vida administrada. Como en los tiempos de la Peste Negra, una crisis refuerza las condiciones de opresión que la precedían, y la idea de un progreso inevitable nos aplasta bajo las ruedas de su avance tecnológico. En un mundo teocéntrico la única salvación era el camino hacia Dios. En nuestro mundo tecnocéntrico parece que la única salvación es recorrer el camino para integrarnos en la Máquina.
Hay que desertar. No hay Progreso, ni Futuro: los herejes de toda fe seguimos aferrados a nuestra libertad presente, en contra de quienes pretenden entregárnosla pasado mañana, envuelta y lista para consumir, como si fuese un bálsamo para la Peste Negra que nunca hemos dejado de sufrir.

miércoles, 9 de abril de 2014

Manzanas y cocaína.

¿Que sólo hablé forzado, porque debía ser por la causa y por vosotros, de esas cosas terribles, y suscité en vuestra conciencia lo que yo no necesito en mí hacer consciente ya, porque todo eso ultrajante del ambiente hace mucho que se ha convertido en un trozo de mi razón, de mi vida, de mi conservación corporal y hasta de mis gestos?

Gustav Landauer



I

Sucede a menudo que un libro nos lleva a otro y de ese a otro y a otro más, y acabamos enredados en una maraña de referencias cruzadas, hasta el punto de tener la sensación de estar recomponiendo un mapa encriptado, de desentrañar poco a poco el código de un conocimiento secreto que estaba ahí, oculto, preparado para el momento en que nosotros posásemos la vista en él y lográsemos realizar las conexiones necesarias. Por supuesto, se trata de un malentendido. Encontramos en esas lecturas lo que de algún modo ya andábamos buscando.
El secreto de la existencia, si es que hay alguno, es que sucede a diario, delante de nuestras narices, mientras nos entretenemos buscando los orígenes y las causas últimas de nuestras alegrías y miserias. El punto de partida no está nunca detrás de nosotros, sino que cambia con cada desplazamiento que realizamos para encontrarlo. De modo que cuando creemos encontrar un punto fijo desde donde explicar el secreto funcionamiento del mundo, acabamos por perder la perspectiva, y todo lo que aparece ante nuestra mirada no hace sino confirmar lo que hemos decidido concluir con antelación.
Esa es la impresión que me queda tras la lectura de CeroCeroCero, el libro de Roberto Saviano sobre el poder de la mafias y el tráfico internacional de cocaína. El subtítulo lo expone claramente: Cómo la cocaína gobierna el mundo. Partimos de esa premisa, y a partir de ahí todo va encajando: las brutales ejecuciones de los Zetas colgadas en Internet, la ascendencia de los cárteles mexicanos tras el declive de los cárteles de Cali y Medellín, las matanzas con un balance de más de setentamil muertos, extorsiones, amenazas, cuerpos disueltos en bidones con sosa cáustica, descuartizamientos con motosierras, ejecuciones sumarias y torturas; connivencia de policías, del Estado, magistrados y financieros, militares y guerrillas, multinacionales y grandes bancos, todos implicados en el gran negocio de la coca; submarinos del arsenal soviético vendidos a los capos colombianos para trasladar la mercancía hasta California, rutas transatlánticas en contenedores con toneladas de fruta o marisco que llegan a los puertos de Vigo, Rotterdam, Giogia Tauro, Hamburgo o Barcelona; coca viajando en prótesis mamarias de modelos internacionales, en el estómago de miles de mulas anónimas; los calabreses y el cártel de Sinaloa, las mafias rusas y los nigerianos. Todo se despliega con la mayor naturalidad y una gran cantidad de información que Saviano dosifica con gan habilidad narrativa. Va tejiendo las historias, recomponiendo el puzzle que se presenta ante su mirada. Es bueno, y sabe de lo que habla, de eso no hay duda.
Pero hay algo, un ruido de fondo, que acaba por ser molesto. Un poso de amargura y resignación nos acompaña en este viaje a través de las rutas internacionales de la cocaína, de sus sicarios y sus hábiles gestores financieros. Saviano es consciente de lo que supone situarse en el mundo de ese modo: «Decretar la inexistencia absoluta de cualquier bálsamo para la vida». Cree haber encontrado la «verdad última» del ser humano; el adiestramiento en la crueldad puede hacerse en ocho semanas, el mundo tiene un lado oculto que se muestra a veces con la mayor naturalidad en las páginas de sucesos de algunos periódicos locales. «Estar dentro» de eseas historias, como el autor dice, permitir que la mirada se «contamine» y lo juzgue todo a partir de esas atrocidades es lo que le permite saber «lo que otros no saben». Es un lugar complicado, y no dudo del altísimo precio que el escritor napolitano paga cada día por ello. Lo que me inquieta es «para qué» paga ese precio. Para qué, como él afirma, se ha convertido en un «monstruo». No me refiero a ninguna oscura intención, sino para qué tipo de verdad última este hombre decidió que la mejor forma de actuar era ir a un choque frontal con la violencia organizada que opera fuera del marco del Estado. Un valor incuestionable de este libro son aquellas partes donde Saviano se interroga abiertamente sobre ello, aunque por toda respuesta encuentre la desesperación y una «huida hacia adelante». Macabra ironía: la violencia organizada del Estado ahora lo escolta las veinticuatro horas del día para protegerlo de la otra violencia organizada.
Y aquí se encuentra, a mi juicio, al problema central del relato que Saviano construye: que acaba pintando el cuadro de un mundo en el que dos formas de violencia campan a sus anchas como en un gran tablero de ajedrez sin que nadie sea capaz de escuchar, según su queja, el ruido ensordecedor de ese río subterráneo de cocaína, crímenes y dinero que, como la sangre, es bombeado por el corazón del «narcocapitalismo». Pero, si tan desapercibido pasa para todo el mundo, ¿por qué él sí lo escucha? El caso es que sus fuentes de información son de lo más «audibles»: informes policiales de grandes operaciones contra el narcotráfico, procedimientos de las fiscalías y los Departamentos de Distrito Anti-mafia, investigaciones de organismos gubernamentales, de la DEA estadounidense, de la Guardia Civil o los Carabinieri, declaraciones de «arrepentidos» que colaboraron con la justicia, informes de la ONU o de la Unión Europea sobre el comercio internacional de cocaína y el blanqueo de dinero. Pero, entonces, ¿no se trataba de un resorte secreto que movía el mundo? Parece que, finalmente, no lo era tanto. Mucha gente lo sabe, pero no importa demasiado.
Lo que Saviano hace en su libro es recopilar toda esa información, darle forma, relatarla en algunos momentos con maestría, para decir que el crimen rige nuestro mundo. Pero eso, según se diga, no se diferencia mucho de lo que puede afirmar cualquier celoso guardían de la Ley. De todos modos, el escritor italiano es demasiado inteligente como para no ver las semejanzas entre la forma de organización de un cártel sobre un territorio que considera estratégico, y una multinacional del gas o del petróleo o del agua. Llega a apuntarlo en varias ocasiones, constata que entre unos y otros a menudo hay más que semejanzas, pero vuelve enseguida al lodazal del crimen organizado porque es ahí donde se nutre de las historias en las que puede «comprender hasta el fondo» la debilidad del ser humano, lo inestable de cualquier lazo de solidaridad, lo corruptible y carente de moral de la mayoría que busca el éxito rápido, de la fuerza superior de la crueldad y del dinero frente a cualquiera que se les oponga.
Todo ese nihilismo que va racionando a medida que avanza en su relato, como si se fuese contagiando de la materia pegajosa con la que está tratando, se concentra en una afirmación más terrible que el recuento pormenorizado de brutales crímenes: ante el mundo que ve, concluye que hay una «absoluta impotencia de todas las enseñanzas orientadas a la belleza y a la justicia de las que me he nutrido». Demoledor, y triste. No soy capaz de imaginar cómo ha conseguido sobrellevar esa muerte de la sensibilidad, y a qué clase de demonios debe enfrentarse por ello.

II

La cocaína es una mercancía más dentro del capitalismo industrial globalizado. El intento de situarla como causa última de lo que acontece en el mundo puede estar justificado por la situación desde la que el autor aborda su tema (desde 2006 está condenado a muerte por la mafia napolitana tras publicar su primer libro: Gomorra). Pero la realidad es más compleja, y se resiste al análisis desde un sólo punto para explicarla por completo. A no ser que la reduzcamos considerablemente. Saviano rastrea, sobre todo, el proceso de distribución de la cocaína y los lazos con la economía financiera especulativa, y eso es un acierto. Pero deja de lado las condiciones de producción de la coca (se echa en falta un capítulo explicando las políticas agrarias de los países productores, por ejemplo). Y, sobre todo, pasa de puntillas por la parte del consumo. Porque todo ese negocio criminal, todo lo que nos presenta con una luz fría que lo hace aún mas abominable, está destinado a que millones de personas consuman el polvo blanco (unos siete millones en Europa, según apunta él mismo a través de un informe de la UE). Quien la consume quiere sentirse eufórico, exitoso, fuerte. Pero, ¿por qué quieren eso? Saviano responde: cuanto más se acelera el capitalismo más coca hace falta. Pero seguimos sin explicarnos nada, y aquí se podría dar la vuelta al argumento de todo el libro: entonces es el turbocapitalismo el que gobierna el mundo y la coca es sólo un medio entre muchos otros. La demanda de cocaína, según nos dice, no deja de crecer en todo el planeta, igual que la demanda de muchas otras mercancías de «curso legal». Pero sin el concurso del petróleo barato el comercio internacional de la cocaína, como el de casi todo lo demás, se vería en serios aprietos. Sin la existencia del Estado (violencia organizada) y la Técnica (producción organizada) el narcotráfico internacional y sus redes mafiosas no tendrían razón de ser.
El consumo de drogas es más antiguo que el capitalismo, pero la aceleración del mundo industrial desde hace al menos dos siglos ha convertido cualquier actividad humana en presa de la mercantilización. El ascenso de la vida administrada nos puede proporcionar cocaína o latas de sardinas (o cocaína oculta en latas de sardinas, también), pero no cambia mucho en cuanto al problema central: el desarrollo internacional de la violencia organizada y de la producción industrial. Esas son las fuentes históricas de una crisis social que dura siglos. Es la Ley la que genera el crimen, y no al contrario. Es la industrialización la que genera la necesidad y la escasez, y no al contrario.
Por eso no se trata tanto de legalizar la cocaína, como apunta Saviano hacia el final del libro, como de prescindir de la violencia organizada en todas sus formas. Y cualquier legalización presupone la existencia del Estado, que ostenta el monopolio de esa violencia. Si la elección sólo se puede hacerr entre Mafia o Estado, casi sería mejor comenzar por otro lugar el análisis.
¿Cuál es el problema de la cocaína, su verdadera dimensión? Las historias que relata Saviano son en muchos casos horribles, y están muy bien contadas. Pero, ¿qué lugar ocupan en la masacre indiscriminada en que se ha convertido la industrialización legalizada y el proceso de modernización que despoja de todo y tira al vertedero a más de dos tercios de la humanidad? Veamos: Saviano intenta hacer la cuenta de la cocaína que se ha producido en un año, y se frustra por lo difícil de hacer el balance: por la naturaleza misma de los datos, por las distintas fases de «corte» de la coca, que generan un desfase entre la cantidad de producto en origen y el destinado al consumo final, por los números de las incautaciones que no coinciden con el resto, etcétera. Al final, más o menos, nos acercamos a una cifra: entre 700 y 1.000 toneladas de cocaína al año. ¿Mucho? Depende. La producción mundial de café para el año 2013 según la FAO habría sido de 7 millones de toneladas.
Las muertes debidas a las mafias vinculadas al negocio de las drogas las calcula Saviano en unas 70.000. Son, sin duda, muchísimas. Pero en el planeta mueren al año 59 millones de personas. Según la OMS la principal causa de mortalidad en los países más desarrollados son las cardiopatías y los accidentes cerebrovasculares, después las infecciones de las vías respiratorias, y en los países llamados «en vías de desarrollo» el VIH y las enfermedades relacionadas con la falta de agua potable. Los accidentes de tráfico y la diabetes, claramente atribuibles a las condiciones de vida en la sociedad tecnológica, causan millones de muertes al año.
¿Una gran cantidad de consumidores? ¿Todo el mundo usa cocaína? Eso nos dice el autor. Pero según un informe de la ONUDD (Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito) afirmaba en 2013 que el número de consumidores máximos de esa sustancia sería de 20 millones, lo que supondría un 0,45% de la población mundial. Tomo con precaución estas fuentes, y sólo las utilizo porque Saviano se apoya en ellas varias veces a lo largo de su relato.
No trato de frivolizar con este baile de números, tan sólo intento situar el «problema» en sus verdaderas dimensiones, más allá de la espectacularidad de los informes policiales, los agentes dobles, los arrepentidos y los ritos mafiosos.
No creo que Saviano desconozca todo esto. Pero no hay una sola mención en todo el libro. Parece que al poner su lente de aumento sobre las organizaciones criminales que están ligadas al comercio mundial de la cocaína hubiese perdido de vista peligrosamente todo lo demás. Y «todo lo demás» es precisamente lo que podría explicar el comercio de drogas, su consumo, su producción y las prácticas que conlleva.
La desposesión violenta, el crimen, la extorsión y el fraude fundaron el capitalismo industrial, la legalidad vino después a sancionar como natural un estado de cosas que sustituía una servidumbre por otra, inaugurando lo que Tolstoi llamó el «esclavismo moderno». La ambición de poder, y del dinero que facilita su acceso, es constante e independiente de la mercancía que incidentalmente utilicen algunos para satisfacerla.
No hay, tampoco, un dinero negro y uno legal, blanqueado. El dinero es la expresión abstracta de la violencia intrínseca de un modo de producción que es, sobre todo, un modo de relación social. Es la expresión de la destrucción de la naturaleza y las culturas que se mostraban respetuosas con sus límites (que ahora se ven obligadas a trabajar en las plantaciones de coca). Es la expresión de cómo unos pocos seres humanos parasitan el trabajo de otros, a los que obligan a vivir una vida carente de satisfacción (quizá por eso toman cocaína que sus mismos amos les venden). Es la expresión del ser humano que se ve como una mercancía más y necesita invertir en sí mismo con tal de venderse mejor en un gran mercado de personalidades que cada vez cuentan menos (quizá, por eso, toma cocaína, para sentirse único). Esa es la verdad del mundo industrializado. Pero dudo mucho que sea La Verdad, como sugiere Saviano a lo largo de todo el libro.

III

Al final, hastiado de su viaje por esa parte del capitalismo industrial más salvaje, dice: «Es demasiado fácil creer en lo que yo creía al principio de este recorrido. Creer en lo que decía Thoreau: “Ni el amor, ni el dinero, ni la fama, dadme la verdad”. Creía que seguir estos caminos, aquellos ríos, oler los continentes, hundir las piernas en el lodo podría servir para tener la verdad. No funciona así, Thoreau. No se la encuentra».
Y justo aquí volvemos al principio. A los libros que llevan a otros libros. Unos días antes de que cayera en mis manos CeroCeroCero estuve leyendo, precisamente, a Thoreau. Transité, emocionado, por las páginas de su pequeño libro Las manzanas silvestres donde el autor de Concord se dedica exactamente a hablar de eso: de las manzanas silvestres, de sus sabores, sus variedades infinitas, su coloración y textura, la curiosa cualidad de algunas que sólo permiten ser comidas al aire libre de noviembre, tras una larga caminata, cuando las papilas gustativas del caminante las puede recibir: si se lleva una a casa al comerla en su estudio le resultará insoportablemente amarga.
Cuando Thoreau habla de la verdad, no es de esa verdad cruel, mezquina y metida hasta el cuello en el lodo y la sangre. Su verdad es otra. La verdad del caminante que sigue durante años el crecimiento de un manzano silvestre, arraigado en las condiciones más duras, soportando las heladas y las visitas de los animales que codician sus frutos, llenándose de espinas para proteger lo que más tarde será el centro de su existencia. Y hay allí una verdad inmensa, muy alejada de los mercados financieros, las mafias, las redadas antidrogas, los asesinatos y los contenedores con cientos de kilos de cocaína escondida entre toneladas de café. Es otra verdad la que Thoreau busca, aquella que en lugar de sumirnos en un abismo de desesperación nos reconcilia con la vida, con aquello que somos cuando nos alejamos de los requerimientos de la violencia organizada y la producción en masa. La verdad de Thoreau no pretende la legalización de ningún aspecto de la vida. La verdad de Thoreau es la de la libertad frente a la explotación humana organizada socialmente. Y no era una verdad ingenua o bucólica, porque constataba, ya alrededor de 1860, que los tiempos de la Manzana Silvestre pronto pertenecerían al pasado. Decía:

Hoy no veo a nadie que plante árboles fuera de los caminos trillados, a lo largo de las carreteras y de los caminos aislados o en lo más profundo de los bosques. Ahora que han injertado sus árboles pagando el máximo precio, los juntan en un terreno próximo a su casa y los encierran dentro de un cercado. Al final de esta evolución nos veremos todos obligados a buscar nuestras manzanas en el fondo de un barril.

¿Qué tendría que decir hoy, frente a la modificación genética de los organismos vivos para su comercialización y tras más de cincuenta años de «Revolución Verde» y agroquímicos?
Leemos el mundo, como los libros, para encontrar lo que de algún modo ya sabemos. Uno ve en las manzanas silvestres una metáfora de la vida, la expresión de una naturaleza que debemos preservar para seguir siendo humanos y que está en peligro. Otro mira los expedientes policiales, las declaraciones de los mafiosos arrepentidos, las grabaciones en vídeo de decapitaciones y ejecuciones sumarias, y concluye que el mundo es exactamente eso. Uno respira libetad, confianza y hasta una cierta ingenuidad. El otro proclama la debilidad de todas las relaciones humanas, lo corruptible de cualquier persona, y la imposibilidad de la vida sin alguna forma de violencia. Para uno las manzanas silvestres, para otro la cocaína. ¿Qué hace girar el mundo? La verdad no es algo externo a nosotros que tengamos que conquistar con algún sacrificio supremo o un papel ignorado en el fondo de un archivo de una agencia antimafia, es una actitud ante la vida, que elige dónde mirar, a qué dar valor y a qué dar la espalda. Para mí, la elección está clara: me quedo, sin duda, con las manzanas.