¿Que sólo hablé forzado, porque debía ser por la
causa y por vosotros, de esas cosas terribles, y suscité en vuestra
conciencia lo que yo no necesito en mí hacer consciente ya, porque
todo eso ultrajante del ambiente hace mucho que se ha convertido en
un trozo de mi razón, de mi vida, de mi conservación corporal y
hasta de mis gestos?
Gustav Landauer
I
Sucede
a menudo que un libro nos lleva a otro y de ese a otro y a otro más,
y acabamos enredados en una maraña de referencias cruzadas, hasta el
punto de tener la sensación de estar recomponiendo un mapa
encriptado, de desentrañar poco a poco el código de un conocimiento
secreto que estaba ahí, oculto, preparado para el momento en que
nosotros posásemos la vista en él y lográsemos realizar las
conexiones necesarias. Por supuesto, se trata de un malentendido.
Encontramos en esas lecturas lo que de algún modo ya andábamos
buscando.
El
secreto de la existencia, si es que hay alguno, es que sucede a
diario, delante de nuestras narices, mientras nos entretenemos
buscando los orígenes y las causas últimas de nuestras alegrías y
miserias. El punto de partida no está nunca detrás
de nosotros, sino que cambia con cada desplazamiento que realizamos
para encontrarlo. De modo que cuando creemos encontrar un punto fijo
desde donde explicar el secreto funcionamiento del mundo, acabamos
por perder la perspectiva, y todo lo que aparece ante nuestra mirada
no hace sino confirmar lo que hemos decidido concluir con antelación.
Esa
es la impresión que me queda tras la lectura de CeroCeroCero,
el libro de Roberto Saviano sobre el poder de la mafias y el tráfico
internacional de cocaína. El subtítulo lo expone claramente: Cómo
la cocaína gobierna el mundo.
Partimos de esa premisa, y a partir de ahí todo va encajando: las
brutales ejecuciones de los Zetas colgadas en Internet, la
ascendencia de los cárteles mexicanos tras el declive de los
cárteles de Cali y Medellín, las matanzas con un balance de más de
setentamil muertos, extorsiones, amenazas, cuerpos disueltos en
bidones con sosa cáustica, descuartizamientos con motosierras,
ejecuciones sumarias y torturas; connivencia de policías, del
Estado, magistrados y financieros, militares y guerrillas,
multinacionales y grandes bancos, todos implicados en el gran negocio
de la coca; submarinos del arsenal soviético vendidos a los capos
colombianos para trasladar la mercancía hasta California, rutas
transatlánticas en contenedores con toneladas de fruta o marisco que
llegan a los puertos de Vigo, Rotterdam, Giogia Tauro, Hamburgo o
Barcelona; coca viajando en prótesis mamarias de modelos
internacionales, en el estómago de miles de mulas
anónimas; los calabreses y el cártel de Sinaloa, las mafias rusas y
los nigerianos. Todo se despliega con la mayor naturalidad y una gran
cantidad de información que Saviano dosifica con gan habilidad
narrativa. Va tejiendo las historias, recomponiendo el puzzle que se
presenta ante su mirada. Es bueno, y sabe de lo que habla, de eso no
hay duda.
Pero
hay algo, un ruido de fondo, que acaba por ser molesto. Un poso de
amargura y resignación nos acompaña en este viaje a través de las
rutas internacionales de la cocaína, de sus sicarios y sus hábiles
gestores financieros. Saviano es consciente de lo que supone situarse
en el mundo de ese modo: «Decretar
la inexistencia absoluta de cualquier bálsamo para la vida».
Cree haber encontrado la «verdad
última»
del ser humano; el adiestramiento en la crueldad puede hacerse en
ocho semanas, el mundo tiene un lado oculto que se muestra a veces
con la mayor naturalidad en las páginas de sucesos de algunos
periódicos locales. «Estar
dentro»
de eseas historias, como el autor dice, permitir que la mirada se
«contamine»
y lo juzgue todo a partir de esas atrocidades es lo que le permite
saber «lo
que otros no saben».
Es un lugar complicado, y no dudo del altísimo precio que el
escritor napolitano paga cada día por ello. Lo que me inquieta es
«para
qué»
paga ese precio. Para qué, como él afirma, se ha convertido en un
«monstruo».
No me refiero a ninguna oscura intención, sino para qué tipo de
verdad última este hombre decidió que la mejor forma de actuar era
ir a un choque frontal con la violencia organizada que opera fuera
del marco del Estado. Un valor incuestionable de este libro son
aquellas partes donde Saviano se interroga abiertamente sobre
ello, aunque por toda respuesta encuentre la desesperación y una
«huida
hacia adelante».
Macabra ironía: la violencia organizada del Estado ahora lo escolta
las veinticuatro horas del día para protegerlo de la
otra violencia
organizada.
Y
aquí se encuentra, a mi juicio, al problema central del relato que
Saviano construye: que acaba pintando el cuadro de un mundo en el que
dos formas de violencia campan a sus anchas como en un gran tablero
de ajedrez sin que nadie sea capaz de escuchar, según su queja, el
ruido ensordecedor de ese río subterráneo de cocaína, crímenes y
dinero que, como la sangre, es bombeado por el corazón del
«narcocapitalismo».
Pero, si tan desapercibido pasa para todo el mundo, ¿por qué él sí
lo escucha? El caso es que sus fuentes de información son de lo más
«audibles»:
informes policiales de grandes operaciones contra el narcotráfico,
procedimientos de las fiscalías y los Departamentos de Distrito
Anti-mafia, investigaciones de organismos gubernamentales, de la DEA
estadounidense, de la Guardia Civil o los Carabinieri, declaraciones
de «arrepentidos»
que colaboraron con la justicia, informes de la ONU o de la Unión
Europea sobre el comercio internacional de cocaína y el blanqueo de
dinero. Pero, entonces, ¿no se trataba de un resorte secreto que
movía el mundo? Parece que, finalmente, no lo era tanto. Mucha gente
lo sabe, pero no importa demasiado.
Lo
que Saviano hace en su libro es recopilar toda esa información,
darle forma, relatarla en algunos momentos con maestría, para decir
que el crimen rige nuestro mundo. Pero eso, según se diga, no se
diferencia mucho de lo que puede afirmar cualquier celoso guardían
de la Ley. De todos modos, el escritor italiano es demasiado
inteligente como para no ver las semejanzas entre la forma de
organización de un cártel sobre un territorio que considera
estratégico, y una multinacional del gas o del petróleo o del agua.
Llega a apuntarlo en varias ocasiones, constata que entre unos y
otros a menudo hay más que semejanzas, pero vuelve enseguida al
lodazal del crimen organizado porque es ahí donde se nutre de las
historias en las que puede «comprender
hasta el fondo»
la debilidad del ser humano, lo inestable de cualquier lazo de
solidaridad, lo corruptible y carente de moral de la mayoría que
busca el éxito rápido, de la fuerza superior de la crueldad y del
dinero frente a cualquiera que se les oponga.
Todo
ese nihilismo que va racionando a medida que avanza en su relato,
como si se fuese contagiando de la materia pegajosa con la que está
tratando, se concentra en una afirmación más terrible que el
recuento pormenorizado de brutales crímenes: ante el mundo que ve,
concluye que hay una «absoluta
impotencia de todas las enseñanzas orientadas a la belleza y a la
justicia de las que me he nutrido».
Demoledor, y triste. No soy capaz de imaginar cómo ha conseguido
sobrellevar esa muerte de la sensibilidad, y a qué clase de demonios
debe enfrentarse por ello.
II
La
cocaína es una mercancía más dentro del capitalismo industrial
globalizado. El intento de situarla como causa última de lo que
acontece en el mundo puede estar justificado por la situación desde
la que el autor aborda su tema (desde 2006 está condenado a muerte
por la mafia napolitana tras publicar su primer libro: Gomorra).
Pero la realidad es más compleja, y se resiste al análisis desde un
sólo punto para explicarla por completo. A no ser que la reduzcamos
considerablemente. Saviano rastrea, sobre todo, el proceso de
distribución de la cocaína y los lazos con la economía financiera
especulativa, y eso es un acierto. Pero deja de lado las condiciones
de producción de la coca (se echa en falta un capítulo explicando
las políticas agrarias de los países productores, por ejemplo). Y,
sobre todo, pasa de puntillas por la parte del consumo. Porque todo
ese negocio criminal, todo lo que nos presenta con una luz fría que
lo hace aún mas abominable, está destinado a que millones de
personas consuman el polvo blanco (unos siete millones en Europa,
según apunta él mismo a través de un informe de la UE). Quien la
consume quiere sentirse eufórico, exitoso, fuerte. Pero, ¿por qué
quieren eso? Saviano responde: cuanto más se acelera el capitalismo
más coca hace falta. Pero seguimos sin explicarnos nada, y aquí se
podría dar la vuelta al argumento de todo el libro: entonces es el
turbocapitalismo el que gobierna el mundo y la coca es sólo un medio
entre muchos otros. La demanda de cocaína, según nos dice, no deja
de crecer en todo el planeta, igual que la demanda de muchas otras
mercancías de «curso
legal».
Pero sin el concurso del petróleo barato el comercio internacional
de la cocaína, como el de casi todo lo demás, se vería en serios
aprietos. Sin la existencia del Estado (violencia organizada) y la
Técnica (producción organizada) el narcotráfico internacional y
sus redes mafiosas no tendrían razón de ser.
El
consumo de drogas es más antiguo que el capitalismo, pero la
aceleración del mundo industrial desde hace al menos dos siglos ha
convertido cualquier actividad humana en presa de la
mercantilización. El ascenso de la vida administrada nos puede
proporcionar cocaína o latas de sardinas (o cocaína oculta en latas
de sardinas, también), pero no cambia mucho en cuanto al problema
central: el desarrollo internacional de la violencia organizada y de
la producción industrial. Esas son las fuentes históricas de una
crisis social que dura siglos. Es la Ley la que genera el crimen, y
no al contrario. Es la industrialización la que genera la necesidad
y la escasez, y no al contrario.
Por
eso no se trata tanto de legalizar la cocaína, como apunta Saviano
hacia el final del libro, como de prescindir de la violencia
organizada en todas
sus formas. Y
cualquier legalización presupone la existencia del Estado, que
ostenta el monopolio de esa violencia. Si la elección sólo se puede hacerr entre Mafia o Estado, casi sería mejor comenzar por otro lugar
el análisis.
¿Cuál
es el problema de la cocaína, su verdadera dimensión? Las historias
que relata Saviano son en muchos casos horribles, y están muy bien
contadas. Pero, ¿qué
lugar ocupan en la
masacre indiscriminada en que se ha convertido la industrialización
legalizada y el proceso de modernización que despoja de todo y tira
al vertedero a más de dos tercios de la humanidad? Veamos: Saviano
intenta hacer la cuenta de la cocaína que se ha producido en un año,
y se frustra por lo difícil de hacer el balance: por la naturaleza
misma de los datos, por las distintas fases de «corte»
de la coca, que generan un desfase entre la cantidad de producto en
origen y el destinado al consumo final, por los números de las
incautaciones que no coinciden con el resto, etcétera. Al final, más
o menos, nos acercamos a una cifra: entre 700 y 1.000 toneladas de
cocaína al año. ¿Mucho? Depende. La producción mundial de café
para el año 2013 según la FAO habría sido de 7 millones de
toneladas.
Las
muertes debidas a las mafias vinculadas al negocio de las drogas las
calcula Saviano en unas 70.000. Son, sin duda, muchísimas. Pero en
el planeta mueren al año 59 millones de personas. Según la OMS la
principal causa de mortalidad en los países más desarrollados son
las cardiopatías y los accidentes cerebrovasculares, después las
infecciones de las vías respiratorias, y en los países llamados «en
vías de desarrollo»
el VIH y las enfermedades relacionadas con la falta de agua potable.
Los accidentes de tráfico y la diabetes, claramente atribuibles a
las condiciones de vida en la sociedad tecnológica, causan millones
de muertes al año.
¿Una
gran cantidad de consumidores? ¿Todo
el mundo usa cocaína?
Eso nos dice el autor. Pero según un informe de la ONUDD (Oficina de
Naciones Unidas contra la Droga y el Delito) afirmaba en 2013 que el
número de consumidores máximos de esa sustancia sería de 20
millones, lo que supondría un 0,45% de la población mundial. Tomo
con precaución estas fuentes, y sólo las utilizo porque Saviano se
apoya en ellas varias veces a lo largo de su relato.
No
trato de frivolizar con este baile de números, tan sólo intento
situar el «problema»
en sus verdaderas dimensiones, más allá de la espectacularidad de
los informes policiales, los agentes dobles, los arrepentidos y los
ritos mafiosos.
No
creo que Saviano desconozca todo esto. Pero no hay una sola mención
en todo el libro. Parece que al poner su lente de aumento sobre las
organizaciones criminales que están ligadas al comercio mundial de
la cocaína hubiese perdido de vista peligrosamente todo lo demás. Y
«todo
lo demás»
es precisamente lo que podría explicar el comercio de drogas, su
consumo, su producción y las prácticas que conlleva.
La
desposesión violenta, el crimen, la extorsión y el fraude fundaron
el capitalismo industrial, la legalidad vino después a sancionar
como natural un estado de cosas que sustituía una servidumbre por
otra, inaugurando lo que Tolstoi llamó el «esclavismo
moderno».
La ambición de poder, y del dinero que facilita su acceso, es
constante e independiente de la mercancía que incidentalmente
utilicen algunos para satisfacerla.
No
hay, tampoco, un dinero negro y uno legal, blanqueado. El dinero es
la expresión abstracta de la violencia intrínseca de un modo de
producción que es, sobre todo, un modo de relación social. Es la
expresión de la destrucción de la naturaleza y las culturas que se
mostraban respetuosas con sus límites (que ahora se ven obligadas a
trabajar en las plantaciones de coca). Es la expresión de cómo unos
pocos seres humanos parasitan el trabajo de otros, a los que obligan
a vivir una vida carente de satisfacción (quizá por eso toman
cocaína que sus mismos amos les venden). Es la expresión del ser
humano que se ve como una mercancía más y necesita invertir en sí
mismo con tal de venderse mejor en un gran mercado de personalidades
que cada vez cuentan menos (quizá, por eso, toma cocaína, para
sentirse único). Esa es la verdad del mundo industrializado. Pero
dudo mucho que sea La Verdad, como sugiere Saviano a lo largo de todo
el libro.
III
Al
final, hastiado de su viaje por esa parte del capitalismo industrial
más salvaje, dice: «Es
demasiado fácil creer en lo que yo creía al principio de este
recorrido. Creer en lo que decía Thoreau: “Ni el amor, ni el
dinero, ni la fama, dadme la verdad”. Creía que seguir estos
caminos, aquellos ríos, oler los continentes, hundir las piernas en
el lodo podría servir para tener la verdad. No funciona así,
Thoreau. No se la encuentra».
Y
justo aquí volvemos al principio. A los libros que llevan a otros
libros. Unos días antes de que cayera en mis manos CeroCeroCero
estuve leyendo, precisamente, a Thoreau. Transité, emocionado, por
las páginas de su pequeño libro Las
manzanas silvestres
donde el autor de Concord se dedica exactamente a hablar de eso: de
las manzanas silvestres, de sus sabores, sus variedades infinitas, su
coloración y textura, la curiosa cualidad de algunas que sólo
permiten ser comidas al aire libre de noviembre, tras una larga
caminata, cuando las papilas gustativas del caminante las puede
recibir: si se lleva una a casa al comerla en su estudio le resultará
insoportablemente amarga.
Cuando
Thoreau habla de la verdad, no es de esa verdad cruel, mezquina y
metida hasta el cuello en el lodo y la sangre. Su verdad es
otra. La verdad del
caminante que sigue durante años el crecimiento de un manzano
silvestre, arraigado en las condiciones más duras, soportando las
heladas y las visitas de los animales que codician sus frutos,
llenándose de espinas para proteger lo que más tarde será el
centro de su existencia. Y hay allí una verdad inmensa, muy alejada
de los mercados financieros, las mafias, las redadas antidrogas, los
asesinatos y los contenedores con cientos de kilos de cocaína
escondida entre toneladas de café. Es otra verdad la que Thoreau
busca, aquella que en lugar de sumirnos en un abismo de desesperación
nos reconcilia con la vida, con aquello que somos cuando nos alejamos
de los requerimientos de la violencia organizada y la producción en
masa. La verdad de Thoreau no pretende la legalización de ningún
aspecto de la vida. La verdad de Thoreau es la de la libertad frente
a la explotación humana organizada socialmente. Y no era una verdad
ingenua o bucólica, porque constataba, ya alrededor de 1860, que los
tiempos de la Manzana Silvestre pronto pertenecerían al pasado.
Decía:
Hoy
no veo a nadie que plante árboles fuera de los caminos trillados, a
lo largo de las carreteras y de los caminos aislados o en lo más
profundo de los bosques. Ahora que han injertado sus árboles pagando
el máximo precio, los juntan en un terreno próximo a su casa y los
encierran dentro de un cercado. Al final de esta evolución nos
veremos todos obligados a buscar nuestras manzanas en el fondo de un
barril.
¿Qué
tendría que decir hoy, frente a la modificación genética de los
organismos vivos para su comercialización y tras más de cincuenta
años de «Revolución
Verde»
y agroquímicos?
Leemos
el mundo, como los libros, para encontrar lo que de algún modo ya
sabemos. Uno ve en las manzanas silvestres una metáfora de la vida,
la expresión de una naturaleza que debemos preservar para seguir
siendo humanos y que está en peligro. Otro mira los expedientes
policiales, las declaraciones de los mafiosos arrepentidos, las
grabaciones en vídeo de decapitaciones y ejecuciones sumarias, y
concluye que el mundo es exactamente eso. Uno respira libetad,
confianza y hasta una cierta ingenuidad. El otro proclama la
debilidad de todas las relaciones humanas, lo corruptible de
cualquier persona, y la imposibilidad de la vida sin alguna forma de
violencia. Para uno las manzanas silvestres, para otro la cocaína.
¿Qué hace girar el mundo? La verdad no es algo externo a nosotros
que tengamos que conquistar con algún sacrificio supremo o un papel
ignorado en el fondo de un archivo de una agencia antimafia, es una
actitud ante la vida, que elige dónde mirar, a qué dar valor y a
qué dar la espalda. Para mí, la elección está clara: me quedo, sin
duda, con las manzanas.